Cuando a Ana Botella le comunicaron la cifra de participación en Catalunya en las elecciones españolas de 2004, la mujer de José María Aznar supo que el PP había perdido las elecciones del 14 de marzo. Los 15 escaños que le sacó el PSC a los populares en Catalunya, tras las mentiras del 11-M (cuando los populares quisieron mantener que el atentado a los trenes lo había cometido ETA, la organización terrorista con quien Josep-Lluís Carod-Rovira ―ergo ERC, ergo el tripartito de Pasqual Maragall, ergo el PSOE― se había reunido pocas semanas antes), fueron decisivos para la llegada al gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. En el PP había quien tenía muy claro, como Josep Piqué (que no dejaba de hacer números en este sentido) en la época del bipartidismo, que Catalunya era clave para abrir o cerrar las puertas de la Moncloa.

La premonición de Ana Botella fue un primer aviso. Después, el resultado de Carme Chacón en 2008 fue clave para mantener a ZP al frente del gobierno de España. Pudo más el cerrar filas a los ataques catalanofóbicos de la caverna y del PP durante cuatro años, que el desbarajuste de las infraestructuras. En 2011 llegó Mariano Rajoy a lomo de la crisis económica. Y hemos olvidado demasiado deprisa que la respuesta de los partidos catalanes en Madrid ante su política de Don Tancredo, porras policiales y judicialización, fue desalojarlo de la Moncloa vía moción de censura, con el apoyo de ERC y del PDeCAT, pero también del PSC y de los comunes. Sin esta respuesta, Pedro Sánchez no sería ahora presidente de España.

La visita de Sánchez a Barcelona, ​​blindado con coches oficiales y subfusiles, y recibido en un lugar de orden como un hospital con una protesta de los propios trabajadores de Sant Pau, tiene la misma fuerza que aquel momento en que a Ana Botella le dijeron la participación en Catalunya

Con el fin del bipartidismo, hay más variables en juego, pero el derbi PP-PSOE aún es decisivo. Y en las elecciones del 28 de abril, su victoria se cimentó, en parte, en la práctica desaparición del PP en Catalunya. Un 12 a 1 como aquel España-Malta. Lo hemos olvidado rápido, también. Pero quien más rápido lo ha olvidado es Pedro Sánchez. Su visita de dos horas esta semana a Barcelona, ​​blindado con coches oficiales y subfusiles, y recibido en un lugar de orden como un hospital con una protesta de los propios trabajadores de Sant Pau, tiene la misma fuerza que aquel momento en que a Ana Botella le dijeron la participación en Catalunya. Poca broma. Pedro Sánchez ha sido abucheado por los trabajadores de un hospital, que no gritaban independencia, sino diálogo. Y, poca broma, quienes hicieron más corta y clandestina la visita fueron los estudiantes universitarios. Personal de la sanidad y estudiantes. Si yo fuera Pedro Sánchez, empezaría a sufrir.

Apalear física y verbalmente a los independentistas en particular y a los catalanes en general puede dar votos en Teruel, pero también hace perder elecciones en España. No lo debería olvidar Sánchez. Podrán argumentar que castigar al PSOE ―y al PSC― en las urnas significa un gobierno de Pablo Casado con Albert Rivera y Santiago Abascal. Puede ser. Pero, ¿alguien puede decir ahora mismo cuál es la diferencia entre el discurso de Sánchez y el de Casado? ¿O el de Rivera y José Borrell? No se sabe si Sánchez no ha sido fiel a sí mismo o es que nunca pensó lo que decía. Pero, en todo caso, se equivoca ahora cogiendo el frame de la derecha. En España, votarán el original antes que la copia. En Catalunya quizás decidirán castigar a quien tiene ahora la responsabilidad de solucionar las cosas. A quien ha enviado a los policías, recibidos como héroes cuando han vuelto a la metrópoli. A quien dice que las penas deben cumplirse íntegramente. A quien no coge el teléfono al president de la Generalitat. A quien no mueve ni un dedo, aunque sea por electoralismo. No olviden la foto de Sant Pau. Pedro nunca lo haría.