Unos dijeron no sé qué de unas monedas de plata y ahora no quieren ni la magia del Mag Lari. Otros conducen mirando por el retrovisor y quieren que nos fijemos en el dedo cuando todo el mundo mira la luna. Unos han dilapidado una victoria sin ninguna propuesta porque sólo estaba basada en el discurso del odio. Otros fueron cómplices del 155 y ahora ya no se sabe muy bien qué ofrecen. Unos quisieron resolver un problema político con jueces y porras y aún aplauden la represión. Otros lo quieren solucionar todo con "una, grande y libre". Unos saben cómo hacerlo todo, pero no se arremangan nunca. Otros tenían que cambiar la política y han vuelto al “tomàquet amb gust de tomàquet”. ¡Ah! Y los unos debían ser la casa grande y han acabado dilapidando toda la deixa. Y los otros, muchos otros, ni se sabe dónde están.

Diez años de procés y la posterior resaca dan para mucho, pero un año de pandemia, aún más. Y, si la autoridad competente lo permite —o si lo manda, porque ya no sé si lo permite o lo manda... ni quién es la autoridad competente— iremos a votar el 14-F con mascarilla —higiénica, quirúrgica, FFP2, de dibujitos o banderitas—, pero también con una pinza en la nariz. De sincro o de tender la ropa. Esto o seremos coetáneos del récord del mundo de abstención en unas elecciones catalanas. Y no será sólo por el miedo al contagio. Que la gran atracción sea un señor con el carisma de un vendedor de enciclopedias y el gran mérito del cual es —como decía un visionario Espriu— hablar castellano poniendo la boca en forma de culo de gallina y ser educado, dice muy poco de quien ha gobernado, pero todavía dice menos de los que han hecho oposición. Y sólo ha faltado la historia de poder romper el confinamiento municipal para ir a mítines. Se mofan desde Els Pets hasta la estación de esquí nórdico de Tuixent-La Vansa.

Caer en la antipolítica es peligroso. Hace crecer monstruos. Y evitarlo es una de las cosas que, al fin y al cabo, nos deben motivar a votar

Aceptemos que es difícil manejar una pandemia. Aceptemos el desgaste de los años más bestias y más acelerados de la política catalana. Aceptemos la parte de culpa que puedan tener los medios de comunicación por la forma como explican o explicamos la política. Aceptemos, incluso, que los ciudadanos no entendemos la política. Aceptemos que las generaciones de políticos anteriores no habrían sobrevivido a la era de Twitter. Aceptémoslo todo. Pero, ¿no es normal preguntarse si el descrédito no se lo han ganado sobre todo ellos solitos? Hay un ejemplo, y es sólo un ejemplo, que nos lo hace preguntar aún más. Se lo tomo prestado a Iñaki Gabilondo, que tampoco tiene la verdad absoluta, pero ayuda a  pensar: "Yo sé que los del PP son un grupo de sinvergüenzas porque lo ha dicho el PSOE. Y sé que los del PSOE son unos sinvergüenzas porque lo ha dicho el PP. Ellos mismos nos han informado de que como grupo son absolutamente indeseables. Es una ira idiota, porque se desacreditan, se autolesionan como gremio. Y luego lamentan mucho la desafección. Y no se dan cuenta de que los grandes encargados de alimentarla son ellos, porque nos han hecho desconfiar de ellos como un grupo sospechoso al que no conviene acercarse".

En todo caso, señalar una crisis como esta debería servir para hacer una reflexión general. A políticos, periodistas y ciudadanos. Aunque una campaña no sea el mejor momento. Porque caer en la antipolítica es peligroso. Hace crecer monstruos. Ya lo hemos visto. Y evitarlo es una de las cosas que, al fin y al cabo, nos deben motivar a votar. Aunque sea con la mascarilla y la pinza. De sincro o de tender ropa.