Cuando murió Clarence Clemons, Bruce Springsteen dijo que era como haber perdido la lluvia. Cuánta razón. La muerte de quien quieres es eso. Una ausencia irrecuperable. Cuando muere la madre, pierdes la lluvia. El duelo debe de ser eso. En mi madre pienso cada día. Y no llueve nunca. En el saxofonista del Boss, hombre, no pienso cada día en él. Pero lo recordé ayer porque hizo 46 años que se publicó Born to run, con aquella portada del diablo de Nueva Jersey apoyado en la espalda del Big Man. Y sí, deben ser estos días extraños de finales de agosto, pero volví a pensar que, como la lluvia que ya no caerá, nunca más volveremos a escuchar su solo de "Jungleland" una noche de primavera bajo las estrellas, con una cerveza en la mano, con el corazón y el alma agrandados y con el convencimiento de que aquello, precisamente aquello, da sentido a la vida.

Bueno, no lo podremos hacer con Clarence, pero sí con su sobrino Jake. Que no es lo mismo. Y podrá pasar si llegamos a tiempo y se termina esta puta pandemia. Porque, ahora que a veces parece que lo conseguimos, nos damos cuenta de que la vida todavía no es normal porque no nos podemos rodear de 100.000 personas escuchando rock, al menos sin pasaportes Covid, tests de antígenos y no sé cuántas cosas, con la ilusión de pensar que, sin embargo, todavía hay esperanza para este mundo de mierda.

Y sí, escribo "si llegamos a tiempo", porque los fans de los Stones ya no podrán ver más a Charlie Watts junto a Mick Jagger y Keith Richards, que tampoco deben de estar para tirar cohetes, a pesar del milagro de la naturaleza del guitarrista, a punto de cumplir 80. Dicen, dicen, dicen que está yendo una época, una manera de vivir y de estar en el mundo que, en todo caso, se ha alargado más que el reinado de Leo Messi. Al fin y al cabo, cuando salió Born to Run, quien esto escribe, tenía meses de vida. Y, nostálgico de una época no vivida, que ya es tener nostalgia, efectivamente veo desaparecer una cultura popular que parece que ya solo representan unos señores de setenta años hacia arriba.

He leído en las crónicas de la muerte de Watts que lo más grande del rock era la ausencia de miedo y, paradójicamente, el triunfo de la juventud. Ya sabemos que ser joven es no tener miedo, porque te crees inmortal. Después, la vida (por si no queda claro con el club de los 27) te va diciendo que no, que no somos inmortales. Que somos frágiles. Muy frágiles. Lo ves, sobre todo, cuando pierdes la lluvia. Y la vida pronto hará dos años que se ha vuelto más frágil aún con el puto virus. Y, por tanto, en el mundo hay más miedo que antes. Y me pregunto si aquellos viejos rockeros aún no tienen miedo y, por tanto, la ausencia de miedo no tiene nada que ver con ser joven. O si tienen miedo y, por tanto, ya no pueden ser rockeros y nos queda solo el espejismo de lo que fue. O si no tienen miedo porque, llegados hasta aquí, qué miedo pueden tener ya. O quizás todo se limita a que no han leído al tío de Esperanza Aguirre.

Ese rock parece a veces algo de boomers, pero los Z deben saber que sirvió de autoestima y de inspiración a más de una generación para no tener miedo de la libertad ni de un futuro que, tampoco antes, no era la hostia. Los últimos 40 años de este mundo en Catalunya están recogidos en el Palau Robert en las fotos de Xavier Mercader, que ya debe de tener la cámara lista para retratar a Charlie Watts, bajo la atenta mirada de Clarence Clemons. Y que llueva, por favor, que llueva.