El mundo académico está dividido entre los que prevén que tras la pandemia estallarán muchas revueltas sociales y los que apuestan por una repetición de los felices años veinte. Y, seguramente, como siempre, la realidad será un término medio. Un mundo donde los que han mantenido el poder adquisitivo e, incluso, han ahorrado después de tantos meses en casa, se lanzarán a un carpe diem permanente. Y donde los que han perdido el trabajo y no han sido compensados ​​por los gobiernos protagonizarán protestas y revueltas. Es la historia de la humanidad.

En Catalunya tenemos un gobierno que ha pasado de prometer la independencia como MacGuffin a prometer la felicidad. Pere Aragonès, el millennial de izquierdas con alma convergente, si hacemos una síntesis de las descripciones que se hacen, se ha hartado de prometer trabajar por la felicidad de todos, por activa por pasiva y por perifrástica. Fe-feli-felicidad. No es una mala idea, sea de él o de algún spin doctor, porque seducir siempre ha sido una mejor receta política que transmitir vinagre. Y aunque no sepamos en qué consiste la felicidad por la que promete trabajar, no lo tiene tan mal como parece. Teniendo en cuenta que venimos de la peor pandemia que ha vivido la humanidad en un siglo, que la gestión que han hecho las administraciones es francamente mejorable y que, en Catalunya, hemos sumado también el malestar de los unos por el proceso de independencia y la resaca de los demás por la represión policía, judicial y económica. Teniendo en cuenta los precedentes, no parece difícil ir a mejor y salir un día en rueda de prensa diciendo que el trabajo para lograr la felicidad de los catalanes ha tenido éxito. De hecho, el govern ya está repartiendo pequeñas píldoras de felicidad en forma de vacuna.

La primavera, las vacunas, las perspectivas económicas y más estabilidad política no son una mala fórmula para prever algo más de felicidad

No hay que ser filósofo ni sociólogo ni politólogo para deducir que en la política, como en la vida, o en el deporte mismo, todo es cuestión de expectativas. Y, teniendo en cuenta que la negociación del gobierno fue de vergüenza ajena y que veníamos del peor ejecutivo de la historia, la expectativa del nuevo Govern es tan baja que no costará mucho superarla, sobre todo teniendo en cuenta que los perfiles los consellers elegidos son suficientemente sólidos, y que, ahora sí, todo irá bien, o al menos irá mejor. Y, además, cualquier tertuliano sabe que el oponente te hace crecer o te convierte en peor de lo que eres, en función de su calidad. Pasa en  las tertulias, en las entrevistas políticas y en el fútbol. Y Salvador Illa tiene más nivel que Inés Arrimadas, que sólo se dedicaba a regar el campo y a hacer faltas que rozaban la legalidad. Illa jugará, hará de jefe de la oposición, por fin, y tendrá un gobierno en la sombra que obligará al Ejecutivo a ser mejor.

Así que sí, la primavera, las vacunas, las perspectivas económicas y más estabilidad política no son una mala fórmula para prever algo más de felicidad, lo que, por muy naïf que parezca, ya reivindicaron como derecho a buscar los padres fundadores de Estados Unidos e Iniciativa per Catalunya. Y todo el mundo se rió del pobre Joan Saura.

En cualquier caso, como que España sale en los índices que se hacen para medir la felicidad, pero Catalunya no, Aragonès siempre podrá decir que ha cumplido el objetivo. Medirlo a nivel internacional, aunque sea con baremos discutibles, no se podrá hacer hasta que Catalunya, además de ser un territorio de gente feliz, sea independiente. Pero esta es otra historia. Con pocas expectativas también.