Esta mañana he subido a Can Roure a traerte dos rosas blancas que me ha dado Joan. Cuando le he dicho que eran para ti, me las ha regalado. Y, además, me ha dado un jarrón y abono. Ya sabes que todo el mundo te quería mucho. Hoy no había nadie acampado. Dice Joan que, ahora, fuera del cementerio se instalan autocaravanas. Quizá por eso estaba la policía municipal. Si no, ya me dirás a quién vigilaban... Así que me he puesto la mascarilla, he quitado el ramo de flores que ya se había secado y lo he tirado a la basura, he cogido la escalera, me he subido, he dejado bien puestas tres rosas secas y ya tienes las dos nuevas dentro del jarrón, con agua y el abono. A ver cuántos días aguantan con este calor... Todavía tengo que hacer dos cosas. Tenemos que cambiar la placa, porque te pusieron mal el acento del apellido y la fecha de tu muerte, y cortar los dos cipreses que no te dejan ver bien la Mola... Si esto fuera Whatsapp, aquí debería ir el emoticono que ríe... No, no sufras, no haré ninguna animalada. Ya sé que, en realidad, tampoco estás allí. Ya me dijo Adrià que las madres no se marchan nunca. Noté tu abrazo nada más salir del hospital. Estos que ahora son ilegales y que hoy le he dado a Anna porque los dos lo necesitábamos. Y lo veo en las puestas de sol. Y lo retrata Irene Solà en un libro que no sé si te pusimos en el eBook que aún te enriquecía cuando ya no podías pasar las páginas. Seguro que ya haces como el corzo al que las piernas le siguieron "corriendo, y corriendo y corriendo y corriendo y corriendo y corriendo y corriendo y corriendo".

Se van miles de historias que nunca se contarán. Porque tampoco os hemos escuchado suficiente

Dicen que con este virus hemos aprendido que somos frágiles. No era necesario. La fragilidad de la vida quedó a la intemperie con tu accidente, en otro maldito julio. No hemos vuelto al pico de Eina, pero hemos entendido el valor de las cosas pequeñas. La inmensidad de un paso, de respirar, de subir una montaña. “Fes bondat”, me decías. Haz bondad. Cuánta razón. Jordi Cuixart, que es el preso político más preso político de los presos políticos (está prisión por convocar una manifestación en una democracia y las democracias se distinguen de los regímenes autoritarios por que puedes protestar contra el poder), me dijo hace poco: "Tendremos de hacer algún tipo de reconocimiento nacional a la gente mayor, que se nos va, que es la gente que subió este país, que nos asfaltó las calles, que luchó por la democracia, que se dejó la piel. Mal de aquella sociedad que no sepa despedir a sus héroes con honores y gloria".

Y tiene razón. Tú no has tenido Covid, pero el confinamiento salvaje (en nombre de la salud, pero para tapar la negligencia y la inutilidad) ha sido una carnicería para todos, pero para la gente mayor ya delicada, especialmente. Os hemos tratado muy mal como sociedad y se nos debería caer la cara de vergüenza. Primero con el discurso de, ¡bah!, es un virus que sólo afecta a los mayores. Después abandonando a miles de ancianos en las residencias. Y aún, eligiendo a quien asistir en función de la edad. Cualquier gobierno dimitiría. Cualquier sociedad digna, los echaría. Pero no os importa. Habéis sido el fundamento y ágora de la familia. De cuando en las casas de los pueblos siempre la puerta siempre estaba abierta. Un matriarcado, en realidad, que ha vivido más cambios sociales, políticos y económicos que ninguna otra generación. Y lo habéis encajado todo. Lo de casa y lo de fuera. Se van miles de historias que nunca se contarán. Porque tampoco os hemos escuchado suficiente. Los hijos sólo entendemos a los padres cuando tenemos hijos. Y cuando os vais, perdemos el único amor incondicional que tenemos. Me lo dijo Espartac, que lo sabe. Y Teresa, que también lo sabe, ya me ha dicho que siempre estaré un poco más triste. Te vas, os vais, con el mismo silencio y la misma dignidad de siempre. Nos quedamos nosotros, que algo habremos hecho mal si tenemos que vivir con mascarilla y escuchando reggaeton.