El Jordi Cuixart que aparece detrás del cristal en la sala de visitas de Lledoners, cuando falta muy poco para su traslado a Madrid, es un hombre sonriente, relajado, juguetón, alegre y feliz. No parece alguien que esté en la cárcel. O al menos no como nos lo imaginamos los que no hemos estado dentro. Es alguien que ha encontrado en la meditación la escapatoria mental de su reclusión. Alguien que dice que hay más gente en su prisión mental que en las celdas convencionales. Alguien que dice que los que lo tienen encarcelado ya han perdido, porque ya no le pueden hacer nada peor. Alguien transformado. Alguien que se ha dado cuenta de que el destino lo ha llevado allí para dedicar su vida a la defensa de los derechos fundamentales.

Una cuestión técnica. Las entrevistas que se hacían a los presos políticos, funcionaban de la siguiente manera. Primero les pasaban unas preguntas, las respondían por escrito y luego el entrevistador podía hacer una visita y tomar notas a mano para completar el cuestionario. En la conversación que tuvo con el equipo de FAQS, un Cuixart verbalmente hiperactivo, dijo que no puede renunciar en el futuro a evitar enviar a sus hijos a la cárcel. Por eso, cuando el miércoles el presidente de Òmnium Cultural, por fin, pudo comparecer ante el juez, no me sorprendió que dijera que el derecho a votar se gana votando. Miento. Me sorprendió al cabo de un rato. Al comprobar que la transformación de Cuixart era todavía de más abasto de lo que había imaginado. Su frase "mi prioridad ya no es salir de la prisión, sino denunciar el ataque y la vulneración de derechos y libertades en Catalunya y el conjunto del estado español" ha quedado grabada para la posteridad.

Eduard Voltas escribió en Twitter escuchando a Cuixart que quizás no hacen falta hojas de ruta, pero que la actitud que hace falta es la de Cuixart. Y lo suscribo. Porque, de hecho, es la actitud que hizo posible el 1 de octubre. Que no fue un referéndum vinculante. El problema para el Estado es que fue mucho más que eso. Y Cuixart representa ese espíritu, que tiene mucho más de fondo que el cortoplacismo del debate político actual.

Las clases medias y trabajadoras poco a poco han ido viendo que o el proyecto es nuevo y lo proponen ellos o seguirá la subordinación, la resignación y la debilidad en un momento de cambio global

Decía el economista Gonzalo Bernardos hace unos días en la tertulia de Jordi Basté, a modo de burla, que por la tarde de la huelga del 21 de febrero, los burgueses bajarían a manifestarse. Se equivocaba, obviamente. Pero en el fondo sé lo que quería decir. Se equivocaba porque se confundía de grupo social. No es precisamente la burguesía quien se manifiesta ni quien ha protagonizado este proceso de transformación. La burguesía no tiene proyecto para Catalunya. Lo tuvo, siempre supeditado al Estado, o con la voluntad de mantener unos privilegios. Pero ya no lo tiene. La burguesía es quien cambió las sedes sociales de las empresas en octubre de 2017. La burguesía es la que todavía hace la pelota al Rey. Pero la burguesía, que todavía tiene poder, ya no manda. Y por eso está tan desesperada como para depositar las esperanzas en un ex primer ministro francés. O en Ciudadanos. Alguien se ha preguntado de qué sirvió la victoria de Inés Arrimadas el 21-D. Nunca una victoria sirvió para tan poco. Bueno, sí, para que ella vaya a Madrid. Pero Ciudadanos no ha sabido qué hacer con sus diputados más allá de enseñar cartelitos e ir a hacer el número en Waterloo. Ni coser lo que dicen que estaba roto, ni plantear una alternativa como principal grupo de la oposición. Y no lo ha hecho porque Ciudadanos no tiene un proyecto, porque la burguesía no tiene un proyecto.

Tampoco los herederos del mundo convergente tienen un proyecto que no sea el mismo de siempre y que una mayoría ya no compra. La gente más activa y comprometida con el país ya no les sigue. No es la Catalunya burguesa, Bernardos. Son otras clases y sectores sociales. Son las clases medias y trabajadoras, que poco a poco han ido viendo que o el proyecto es nuevo y lo proponen ellos o seguirá la subordinación, la resignación y la debilidad en un momento de cambio global. El éxito de la ANC se explica por ello. Y el éxito de Òmnium también. De hecho. Son eso. Como lo es ERC y la CUP y los comuns. Y Carles Puigdemont lo sabe. Y por eso se inventa la Crida y pone a Jordi Sànchez.

Y Cuixart es eso. Los diarios digitales son eso. La revolución silenciosa que ha comenzado en el mundo económico y empresarial es eso. Y es un proyecto de largo recorrido. En que los partidos han cometido errores. Un mundo que ha sufrido un estrés postraumático después de octubre del 17. Los partidos, las entidades y los ciudadanos. Pero es un mundo que está ahí y no tiene alternativa ahora mismo. Y en el Madrid político hay gente que lo sabe. Y, pasada la resaca, el retroceso o como le quieran decir, este mundo volverá. Esto es, en el fondo, lo que explicó Jordi Cuixart en el Supremo. O lo que hicieron Baños y Reguant. Esto es lo que explican las escenas que hemos vivido los últimos días. En el Mobile, en Waterloo y en el Supremo.