El mundo, y especialmente Europa, ha respondido de forma casi unánime y muy contundente en contra de la locura de Vladímir Putin. Ciertamente, no había para menos. Putin es un sátrapa. Pero no ha ocurrido sólo en el plano de la geopolítica. La gente, los ciudadanos del mundo, los seres humanos, que tienen los mismos sueños y aspiraciones en todo el planeta, han respondido con más rabia e indignación que nunca. La humanidad ha estado sometida durante dos años a las muertes y restricciones de la pandemia, a un mundo que se ha alejado de lo que era. Y ya no era perfecto. Pero es como si en estos dos años, a diferencia del nacionalismo que ha cerrado los países en sí mismos, con el retorno a las fronteras como absurda arma de defensa contra un virus, los homo sapiens se hayan dado cuenta más que nunca de su condición. La enfermedad nos ha igualado a todos. Nos ha hecho conscientes de que somos una colectividad frágil que sólo sobrevive si coopera. Que si no es todo el mundo el que funciona, no va a funcionar lo que tenemos en casa. Y la respuesta ha sido: mire, señor Putin, ya lo hemos pasado lo suficientemente mal como para que ahora nos venga con una guerra.

No sé si por primera vez en la historia de las guerras y los exilios que se ha repetido como una condena, hay un deseo superior que es una demanda de paz y salud universal y un rechazo, por fin, a las ideas fascistas

Estamos en un momento decisivo. Pero, sin embargo, esperanzador. Porque el mundo ha dicho que no quiere dictadores locos. Y la suerte de Putin será decisiva para frenar a todos los demás aprendices de autócratas, a todos los dirigentes ultras del mundo, incluido Donald Trump. Porque ya hemos visto cómo termina la cosa. Con Trump y con Putin. Porque ésta no es una guerra entre Rusia y Ucrania. Ni entre Rusia y la OTAN. Ni entre Rusia y Europa. Es una guerra entre dictadura y democracia, entre violencia y paz. Aunque los aprendices de Putin quieran situarse en una liga diferente, el líder ruso tiene unos referentes en Europa. Que se han dado cuenta de que están perdiendo. Matteo Salvini ha borrado las fotos con camisetas de Putin. Y Vox hace equilibrios criticando a Putin y situándose junto a Viktor Orbán y Mateusz Morawiecki. Hungría y Polonia defienden una Europa de “naciones soberanas”, que significa con fronteras y nacionalismos, lejos del proyecto de construcción de una UE basada en la democracia, la libertad y el progreso. Justo lo que Putin detesta. Pero han sido lo suficientemente ágiles como para distanciarse.

Es significativo que los ciudadanos polacos hayan sido los primeros en organizarse para acoger a refugiados, antes incluso que las autoridades. Es significativo que se haya decidido aislar a Rusia en todos los ámbitos, también el deportivo. Porque hay mucho en juego. Con arsenales nucleares en manos de locos. Seguramente que con los rusos todo el mundo se atreve porque venimos del imaginario de la URSS. Es verdad que no ha existido esta solidaridad con otros refugiados de otras guerras. Contemporáneas o del pasado, sean sirios, sean republicanos españoles. Es verdad que Europa y los ciudadanos europeos han reaccionado porque no quieren una guerra en su territorio y que las demás guerras quedan muy lejos. Las fronteras cuentan muchas historias. La geopolítica explica por qué a unos sí y a otros no. Es cierto que existen contradicciones en la respuesta europea, especialmente por la dependencia del gas. Pero, no sé si por primera vez en la historia de las guerras y los exilios que se ha repetido como una condena, hay un deseo superior que es una demanda de paz y salud universal y un rechazo, por fin, a las ideas fascistas. La esperanza es una vuelta a un nuevo mundo de ayer, pero mejorado. Un mundo sin virus, ni de los submicroscópicos ni de los que montan a caballo con el torso desnudo. Esto si Putin no acaba de volverse loco y empieza a apretar botones.