Hay una cuenta de Instagram que se llama un-saludo-a-todos (sí, escrito así), que recoge hechos de la vida cotidiana y los ridiculiza con un "un saludo" final. Por ejemplo: “a los que llevan jerséis navideños... un saludo”. O “a los que comen mandarinas en el trabajo... un saludo”. O “a los que dicen amore... un saludo”. Podéis entrar y escoger vuestra preferida. La última, colgada ayer, dice “a los que ponen la chimenea virtual... un saludo”. Pues sí. Estos días de teletrabajo, por ejemplo, tomo el café en un bar donde hay una tele con una chimenea. Y la miro con curiosidad como si fuera un homo erectus, antes de conectar, por RDSI, con Jordi Basté, que está a 30 kilómetros de distancia, o de hacer una reunión vía Zoom con alguien que está a 600 kilómetros.

Vamos perdiendo ese placer ancestral que consiste en sentarse frente al fuego e ir mirando las llamas hipnóticamente. Y nos alejamos de lo que somos en realidad

Después de la videollamada, lo que faltaba para el duro era la videocalefacción. Me encantan las chimeneas de verdad, las que tienen pavimento de piedra y en las que casi te puedes meter dentro. Ahora que hablamos tanto de burbujas familiares, la chimenea era el centro de la vida hogareña. Es el dominio del fuego lo que nos ha llevado hasta aquí como especie humana, no la vitrocerámica. Una vida familiar alrededor del fuego que aún es posible, porque quedan casa de payés, pero que está en peligro de extinción por mucho que ahora se diga que la pandemia y el teletrabajo comportarán un éxodo hacia los pueblos. Básicamente porque en las masías abren restaurantes. O acaban siendo de ricos con mal gusto. O terminan en ruinas. En Matadepera, por ejemplo, la masía de Can Robert, bajo el Cingle dels Cavalls, punto de partida para subir a la Mola, se cae a trozos. En ella vivió unos meses el poeta Joan Salvat-Papasseit para tratar de recuperarse de la tuberculosis (de la que murió, como Orwell, Kafka o Chéjov), con el apoyo del empresario egarense Emili Badiella, a quien le dedicó el poema Nadal, tal vez inspirado en aquella casa, como tal vez lo está el poema La casa que vull, versionado por Lluís Llach. Luego rodaron el spaghetti western Prima ti perdono ... poi t'ammazzo. Pero esta es otra historia. El caso es que la casa se cae a pedazos y el rastro de Papasseit se perderá como lágrimas en la lluvia, pero ¿a quién le importa? Y no, no era necesario tener una masía para tener chimenea. Había en todas las casas. Seguro que en Cal Macià también, una de las más antiguas y con historia del pueblo, ahora arrasada, como muchas otras casas del casco antiguo. Los que hagan el éxodo de la ciudad al idílico mundo rural encontrarán pueblos formados por pisos y a las masías irán a cenar, porque todas serán restaurantes. Y si, ya sé que un piso puede tener chimenea. Pero no la encenderán porque ensucia y tampoco sé si Greta Thunberg lo encuentra sostenible. Y vamos perdiendo ese placer ancestral que consiste en sentarse frente al fuego e ir mirando las llamas hipnóticamente. Y nos alejamos de lo que somos en realidad.

Y mira que nos iría bien una chimenea ahora, porque, vista la evolución de la pandemia, y como aquí, sólo hay que ver el tráfico, ya no teletrabaja ni Dios (bueno, Dios siempre ha teletrabajado, pero no necesita Zoom ), lo volverán a cerrar todo y por Navidad, cada oveja a su corral. Pero no se preocupen, nos miraremos la videocalefacción y iremos empeorando la vista. Como quien firma. Que antes del confinamiento se podía mirar la pantalla del ordenador donde junta estas letras sin gafas. Ahora ya no. Pero tal vez también sea la edad.