Eras tan buena persona que un poco más y consigues matarme. Te pesqué en una fiesta huyendo de una chica que estaba más buena, que era mucho más rica y también mucho más pesada. Me hacía gracia tu aire silvestre, de flor de campo. Me gustaba la alegría que gastabas en aquellos círculos de chicas que se vestían, actuaban e incluso gemían como en las películas. Me gustaba que caminaras por la universidad diciendo buen día a todo el mundo como si fueras Cocodrilo Dundee en Nueva York.

Aquella naturalidad desarreglada y perfumada de Ducados pronto me pesó. Mi primer amor también era una cabra pero la miraba como si fuera una obra de arte. No me cansaba de contemplarla, no le veía los defectos físicos, aunque los habría podido describir todos minuciosamente en una carta. Cuando aparecías por sorpresa el corazón me daba un vuelco de espanto. Era como si la imagen que mi cabeza se había hecho de ti estallara como una jarrón al caer al suelo y tuviera que correr a recomponerla.

Como no sabía que el amor ya distingue por él mismo entre aquello que parece igual, cuando pensaba dejarte no encontraba un motivo claro y tus lágrimas me atragantaban de remordimientos. El jefe me llamaba una cosa y el cuerpo otra y no sabía confiar en mi intuición, porque ni siquiera sabía que tenía. Poco a poco me partí en dos y empecé a vivir con la parte de mí que me molestaba encadenada en el sótano. Quizás si la bestia hubiera sido más débil lo habría domesticado plastificando los sentimientos, buscando consuelo en algunos vicios, escondiéndome bajo las faldas sexys y deslumbrantes de la cultura.

Como me dolía la espalda, un día fui a un médico y me dijo: tu postura corporal es la de un animal que está a punto de huir corriendo de un depredador. De entrada no sospeché de ti porque me caías muy bien y porque sabía que no me querías mal. Traté de corregir al cuerpo, pero el daño|dolor|mal de espalda persistía. Intenté reducir mi mundo y me puse aquellas ruqueres que impiden que el asno se desvíe del camino, pero era suficiente con un rayo de luz descontrolado para que se abriera el abismo delante mío.

Incapaz de dar sentido a los discursos tan perfectos que había escuchado en casa y en la escuela, mi cuerpo se fue debilitando por la culpa. Tardé tiempo en admitir que me convenía arrancar las cabelleras de unos cuantos ídolos antes de que mi cerebro acabara de destruirme. Un día fui a jugar a fútbol y me hice daño de manera absurda por falta de concentración. Ahora puedo decir que mi cabeza estaba dispuesta a enviarme a la cama e incluso me habría convertido, si hubiera podido, en un inválido; para obligarme a dejar que me amaras mi cerebro habría hecho lo que hiciera falta.

En aquellas semanas o meses que pasé con la espalda hecha mierda tuve por primera vez la necesidad de buscar confort en los libros. Si no hubiera sido por el daño que me hacía tu amor y tu buena fe no creo que Josep Pla y yo hubiéramos llegado a ser tan amigos. Cuando la gente siente la picadura de la muerte, tiende a bajar las velas y a encerrarse en casa horrorizada. Yo habría querido hacer lo mismo, pero empecé a preguntarme si la abnegación que pide tener una vida grande en mi caso pasaba por asumir aquellas cadenas o romperlas.

Los esfuerzos que hice por ser un buen chico fueron titánicos. Para ahorrarme el camino cruel que te permite disfrutar del infinito, me odié tan como pude. Sólo después de ti empecé a aprender, lentamente, a vivir sin miedo a morir, sin miedo a quedarme solo, sin miedo a herir o decepcionar a nadie. Leonard Cohen dijo a los setenta años que había entendido que habría podido ser frutal en vez de cantante. Pero me parece que se equivocaba. Yo quería ser taxista y gracias a ti entendí que el camino que te ahorras se llena de sombras y de bandoleros y que es el miedo a sufrir lo que te mata más deprisa y silenciosamente.