A pesar de que parezca contraintuitivo, no es mala noticia que las instituciones coloniales se manifiesten como lo que son. Es importante que los catalanes no se sientan protegidos ni representados por la Generalitat autonómica, y sus políticos. Ahora que el delito de sedición dejará de existir, el papel constitucional del ejército perderá la épica decimonónica que justificó el franquismo y la Transición. Puede parecer un consuelo de pobres, pero también parecía un consuelo de pobres la idea de que una consulta realizada en Arenys de Munt con una mano atrás y otra delante mataría a los partidos autonomistas.

Mientras los canallas de ERC y de JxCat se atizan por el acuerdo de derogación de la ley de sedición, Oriol Junqueras va inoculando el veneno independentista en las arterias de la España democrática. No estoy seguro de que el experimento funcione, pero es verdad que los hombres somos como somos, y necesitamos aprender algunas cosas por la vía del calvario. Más vale que los catalanes nos preparemos, porque todo apunta a que o bien España disolverá el país en un batiburrillo pseudodemocrático de ámbito europeo o bien el colapso del Estado nos caerá encima como otras veces.

La ley española siempre ha sido arbitraria con los catalanes, esto ya lo decían Macià Alavedra y Trias Fargas. Aun así, los conceptos políticos que se imponen desde Catalunya siempre generan grandes contradicciones en la lucha por el poder de los castellanos. Sin el catalanismo, España no estaría en la Unión Europea, por ejemplo, y sin la Unión Europea el procés no habría llegado nunca al 1 de octubre sin violencia. Algunos españoles se pueden hacer ilusiones de encerrar a Puigdemont en la prisión. Pero, de momento, el Estado no se lo puede permitir.

Mientras no salgan más políticos que entiendan que la autonomía ya solo sirve para engordar al cerdo español, y que el éxito consiste en mantener una posición vital y no un prestigio de latón, el país continuará en peligro

A efectos prácticos inmediatos, el acuerdo entre ERC y el PSOE no mejorará la situación de los catalanes, seguramente todo lo contrario. Pero esto no quiere decir que no sea un buen acuerdo. Junqueras se acaba de cargar la idea de que la unidad del estado español es sagrada y que sus ciudadanos se deben en cuerpo y alma a su destino y a su bandera. No me parece que sea un éxito menor socializar la situación de indefensión de los catalanes al conjunto de España y, por extensión, de Europa. O nos calentamos todos o tiramos la estufa al río.

La igualdad también vale para el derecho de tener un país, que es un negocio tan ventajoso y sensual en los términos europeos de hoy. Colaborando con el Estado, ERC no solo deja a los catalanes del 1 de octubre fuera del juego político español. No solo hace realidad el programa pseudofranquista que Inés Arrimadas venía reivindicando desde antes del 9-N con el apoyo del PSC y de La Vanguardia. A medida que los votantes del 1 de octubre queden indefensos ante la justicia española, se verá que el primer paso para que una nación política cristalice es que no tenga una autoridad legítima reconocible.

La jugada de Junqueras es cínica y audaz. Está pensada desde la misma desesperación y desde la misma falta de apoyo popular que llevó al general Prim, a Lluís Companys e incluso a Francesc Cambó a la tumba antes de tiempo. Lo pensaba este sábado mientras escuchaba el discurso que Jordi Pujol hizo en la presentación póstuma del libro de memorias del prohombre Carles Llussà. Pujol empezó rechazando el trato honorífico de president y de entrada pensé que chocheaba, sobre todo cuando dijo que había tenido un pactus, para decir que había tenido un ictus.

Pero Pujol es mucho Pujol, incluso con andador. Enseguida vi que se sacaba el disfraz institucional de encima porque ya no le sirve ni a él, ni a su idea de Catalunya. “Alguna gente dice que estoy muy preocupado por mi legado”, dejó caer hacia el final de su discurso. Entonces explicó que el legado que le preocupa no es el legado de president, que es discutible, sino el legado que lo conecta con los catalanes de la posguerra que sintieron el llamamiento del país en un momento muy negro.

“Todos tuvimos nuestro Tagamanent”, dijo en referencia a los catalanes de su generación que no se rindieron. Cuando añadió que no quería establecer paralelismos con la situación actual porque ya hace tiempo que no habla de política, todo el mundo lo entendió. Sobre todo cuando no se pudo estar de puntualizar que si entonces el país se volvió a levantar, ahora también tendría que poder salir adelante. Cuando bajó del escenario me pareció que se prepara para dejar este mundo como un catalán corriente, después de haber exprimido hasta el final el disfraz de estadista autonómico.

Mientras no salgan más políticos que entiendan que la autonomía ya solo sirve para engordar al cerdo español, y que el éxito consiste en mantener una posición vital y no un prestigio de latón, el país continuará en peligro. En este sentido, Junqueras es la última victoria de Pujol, pero si no sale un líder más nacionalista y más inspirador fuera de las instituciones, es muy seguro de que no será la próxima victoria del país. Cuando se derogue la ley de sedición se verá todavía más claro que el Pujol importante es el de antes de 1980. Y que es el espíritu de aquel patriota antifranquista, y no la comedia sin oposición que vino después, el que necesitamos recuperar con urgencia.