Los datos no son nada prometedores, de hecho van al alza a día que pasa; y no sólo en Madrid. Catalunya vuelve a estar en máxima alerta. Y de hecho, las medidas tienen que volver a reactivarse, según han anunciado, y tienen que pasar a ser más restrictivas para intentar frenar el número de contagios que de momento vuelve a crecer hasta engrosar una curva que nadie desea ver en los gráficos.

Queda claro que la incertidumbre ya ha pasado a formar parte de nuestra vida, pero haberla integrado no quiere en absoluto decir no preocuparse por lo que puede pasar, más todavía cuando cada vez parece más lejos en vez de más cerca el final. Incluso el anuncio de la vacuna que tanto se repetía y que permitía a una buena parte de la población pensar en una solución a corto plazo ha perdido fuerza al empezar el curso. Aparte de que cada vez hay más voces de prestigio, en el campo de la salud y quienes difícilmente se puede tildar de negacionistas, que expresan su preferencia por la prevención ante una solución rápida por esta vía. Hay que poner más juicio y menos prisa y eso ya era evidente desde el principio.

No sólo por eso, pero también cuesta encontrar algún signo, un tipo de indicio, que nos permita tener confianza en las máximas autoridades del estado y en su preparación y focalización para contener la pandemia y doblarla. De hecho, esta sensación pasa las fronteras españolas y por todas partes hay manifestaciones sobre la falta de transparencia y el poco acierto de las medidas tomadas; aunque medidas hay de todo tipo y manera, y sin duda hay países donde todo, no sólo la salud, también la economía, va mucho mejor que en otros. Ni hay que decir que España no se encuentra entre ellos, sino al contrario.

Las inconsistencias en las actuaciones y en el relato de los hechos aparece repetidamente. Y no lo digo por las guerras establecidas entre diferentes partidos o instancias gubernamentales, ni siquiera por la irrupción a escena del poder judicial -eso es un desastre genuinamente español-, lo digo por la inconsistencia del conjunto del sistema y de sus máximos representantes que el virus ha venido a poner de manifiesto de la manera más cruda y evidente posible.

Ciertamente esta es una situación, la de la epidemia, no prevista -aunque quizás alguien tendría que haber pensado en la posibilidad de que se produjera-, y muy compleja de resolver, pero es más que evidente que la incapacidad de salir adelante no tiene sólo que ver con las características del virus. Después de tantos meses hay demasiados agujeros en el conocimiento de lo que es la enfermedad y lo que está pasando, cuando menos en las explicaciones oficiales, y eso no es compatible con el siglo XXI y la supuesta sociedad de la información en la cual vivimos. Más todavía cuando trascienden de todos tipos y maneras tanto de verdaderas como de falsas y no son contrastadas -no sólo contestadas o estigmatizadas- por estas fuentes oficiales.

Por eso el desconcierto y la desconfianza de la ciudadanía es evidente y nos miramos, por razones muy diferentes, con estupor el desbarajuste de gestión -que seguro que tiene efectos negativos objetivables en nuestra salud y vida, también en la precarización de nuestra economía personal y familiar-, mientras pensamos cómo nos lo haremos en los próximos días y quizás meses para surfear una segunda ola que amenaza con llevársenos por delante.