Valiente, un suicida es muy valiente. El acto de quitarse la vida (la cual, por sórdida que sea, siempre será lo mejor que poseemos; de aquí viene todo el drama) requiere de una piratesca gallardía muy escasa en el común de los humanos. Cuando alguien vuela a través de la ventana o se mete un tiro en la cabeza, todo dios hace carreras de sociólogo aficionado para buscar la causa del mal infligido, como si eso de entender por qué se abraza la muerte fuera parecido a repasar el recibo de la lavandería. Quizás deberíamos aparcar un ratito nuestro narcisismo altamente vomitivo ("¿cómo ha podido pasar?"; o todavía peor, "¿en qué hemos fallado todos nosotros?") para dar el valor que merece esta decisión autónoma que, de hecho y por mucho que nos duela, es la forma más dolorosa que hay de libertad. Ante el cuerpo muerto del suicida, tened la bondad, dejad de lado por lo menos el deporte enfermizo de pensar en vosotros.

Digo y escribo que darse la muerte es una decisión propia, lo cual no implica que no nos pueda empujar a ella el mundo y el efecto de los individuos más abyectos (o, como dicen ahora los cursis, que matarse no tenga "condicionantes multifactoriales"). Lo que más duele del suicidio no es que tenga enigmas y causas, sino, sobre todo, que tiene razones. A menudo pensamos que los niños —o las niñas que quieren ser niños— no tienen razones. También hay quien piensa que la infancia es un paraíso de felicidad donde la muerte todavía no tiene cabida. Una polla en vinagre. Un niño puede decidir matarse porque no le interesa su mundo y piensa, acertadamente, que es mejor prescindir de él. Su argumento, y de aquí que haga tanto daño, es el propio acto de matarse; el hecho de que la mayoría de adultos no se lo tomen en serio es la última prueba de que el crío quizás estaba en lo cierto. Ni precipitándose al vacío ha conseguido que lo escuchéis.

Lo que más duele del suicidio no es que tenga enigmas y causas, sino, sobre todo, que tiene razones. A menudo pensamos que los niños no tienen razones

Sería necesario, insisto, dejar de pensar en qué hemos hecho o qué hemos dejado de hacer para dedicarnos a escuchar la voz de esta persona que ya no está y hacer una cosa tan antigua como permanecer en luto, sufrir en silencio. Así quizás podremos llegar a aislarnos del ruido de toda la gente informada, porque cuando una persona desdichada se mata, aparecen debajo las piedras sabiondos que ya lo sabían todo (entre ellos, los peores son los periodistas carroñeros, a quien el crío en cuestión les importa una mierda porque lo único que quieren es mercadear con su cortísima vida durante unos días). Ahora todo el mundo lo sabe todo, con una precisión por los detalles que aterra, pero hasta hace cuatro días todo dios se hacía el sordo. También valdría la pena abandonar los anglicismos y, si hablamos de la vida de este niño que se hizo adulto matándose, no llamar bullying a cosas tan antiguas como dar una paliza o insultar.

Cada uno tiene una relación muy íntima con su suicidio (la cosa no tiene nada que ver con edades o género) y cualquier persona tiene el derecho a explicarlo como sea capaz. Yo he convivido y traficado desde siempre con mi final; pasado el tiempo, he aprendido a ponerle palabras y explicarlo, pero el sentimiento y la pulsión por acabar con todo es el mismo que tenía de enano. Me frenan, faltaría más, las escasísimas cosas que compensan la respiración, como fumar o las óperas de Mozart, y también el amor, que es una forma espantosa de chantaje pero que siempre funciona. Cuando tengo ganas, me detengo a respirar un rato y me hago trampas pensando en todo lo bello que me espera en la vida. Estos instantes de paz y esta presencia coactiva de los otros, quién sabe, es aquello que nadie regaló al niño en cuestión (y que nunca podrá solucionar ningún protocolo gubernamental). No penséis más. Simplemente, haced luto.

Un chico valiente. Ha muerto un chico muy valiente. Y ahora, silencio.