No deja de sorprender la candidez, o directamente la mala fe, con que algunos han reclamado a Israel una respuesta proporcionada al ataque absolutamente desproporcionado de Hamás perpetrado el pasado día 7 desde la Franja de Gaza. Un ataque que se ha comparado con la guerra del Yom Kippur de 1973, por la absoluta falta de previsión de los servicios de inteligencia israelíes en ambos casos, o con los atentados del 11 de septiembre del 2001 en Estados Unidos, pero lo que realmente recuerda son los pogromos que sufrieron los judíos durante la primera mitad del siglo XX en Europa, en especial en Rusia en el período de entreguerras y muy específicamente en la Alemania nazi de Adolf Hitler.

Un pogromo —palabra precisamente de origen ruso— es una masacre de gente indefensa. Y eso es lo que hicieron los milicianos de Hamás entrando casa por casa en los pueblos cercanos a Gaza y asesinando sin piedad a todos los ocupantes por el simple hecho de ser judíos, como habían hecho tantas veces los nazis, como en la que se conoce como la Noche de los Cristales Rotos, del 9 al 10 de noviembre de 1938, en la que en una acción coordinada en toda Alemania y Austria integrantes de las SS destruyeron y quemaron viviendas, comercios y sinagogas, profanaron cementerios, mataron a ciudadanos judíos sin compasión e hicieron miles de prisioneros. Exactamente el mismo terror que sembró Hamás al acribillar a bebés, violar a mujeres, torturar y quemar vivos a niños y jóvenes, matar a hombres y mujeres delante de sus hijos, y a niños y niñas delante de sus padres, degollar y decapitar a soldados, ejecutar a todo el mundo que se le ponía delante y tomar como rehenes a criaturas, adultos y ancianos, en la creencia de que todos ellos eran judíos, o israelíes, pero entre los que resulta que hay también cristianos y ciudadanos de otras nacionalidades.

Las imágenes distribuidas, en la mayor parte de casos por los propios terroristas, para vanagloriarse del mal que han infligido a Israel, pero que a la hora de la verdad se convierten en la mejor prueba a ojos del mundo de las atrocidades cometidas fruto de su fanatismo, no pueden tener la aprobación de nadie. No fue un ataque contra la policía o el ejército, fue un ataque contra civiles indefensos que el único error que habían cometido era estar en el lugar equivocado en el momento inoportuno y contra quienes se encarnizaron como si de animales se tratara. Los nazis querían exterminar a los judíos y Hamás quiere hacer lo mismo. Ambos les profesan el mismo odio. No hay ninguna diferencia, excepto que los nazis querían esconder sus crímenes a la humanidad y los terroristas palestinos los exhiben como un valioso botín de guerra. Con todo ello, se entiende que la reacción de Israel no sea tibia y que aplique la ley del Talión con contundencia: ojo por ojo, diente por diente, y sin ningún tipo de conmiseración. Es un diagnóstico que no hace tan solo el primer ministro Benjamin Netanyahu, sino que comparte el jefe de la oposición, Yair Lapid: "Israel ganará y Hamás será destruido, llevará tiempo y si al mundo no le gusta, que así sea, sus hijos no fueron masacrados, los nuestros sí". Un detalle en absoluto menor que demuestra la unidad interna que, al margen de diferencias partidistas, existe cuando se trata de hacer frente a un asunto crucial para la pervivencia del país.

El integrismo islámico es la antítesis de lo que representan los valores de la civilización occidental, justamente de raíz judeocristiana, porque pone en peligro todo lo que sea tolerancia, apertura de miras y libertad

La reacción de Israel, por tanto, no es extraño que cambie la fisonomía de Gaza tal y como se ha conocido estos últimos años y que acabe, quizás, con nuevas ocupaciones de territorios, y el riesgo es que la situación derive en conflictos armados con otros actores de la zona (Líbano, Siria, Irak, Irán...). Esta vez no se puede decir que Israel no actúe en legítima defensa, por mucho que su acción provoque también la muerte de civiles palestinos inocentes, que Hamás usa de escudos humanos para cargarle el muerto —nunca mejor dicho— al adversario. Y no es atrevido pensar que de su victoria, la de Israel, depende no sólo la pervivencia del pueblo judío, sino también el futuro de la civilización occidental, amenazada por los llamamientos de los terroristas de Hamás, Hizbulah, Estado Islámico y otras facciones yihadistas a acabar con los infieles —que para ellos no son sólo los judíos— de todo el mundo y allí donde sea. El caso es que hoy Occidente está en peligro por culpa de la avalancha de inmigración musulmana que de manera indiscriminada y descontrolada ha llegado en los últimos años a Europa y que se está convirtiendo en un problema generalizado por culpa del integrismo islámico que se ha infiltrado en todo el mundo gracias al papanatismo de unas supuestas izquierdas buenistas y liristas —en Catalunya bien representadas por En Comú Podem, la CUP y en parte también ERC— que acabarán siendo cómplices de lo que pase de ahora en adelante.

Por mucho que a algunos no les guste, la realidad es que este integrismo islámico es un problema grave para Occidente, porque el día que sea llamado a la guerra santa que nadie dude de que cogerá las armas y se alzará como un solo hombre contra todos los infieles sin excepción, y entonces a ver quién lo para. Y es un problema grave sobre todo para Europa, porque "esta Europa que era la cima de la civilización humana se ha suicidado en el espacio de pocas décadas", como describe el escritor francés de raíces argelinas Michel Houellebecq en la novela Sumisión, publicada el 2015, el mismo día del atentado contra el semanario Charlie Hebdo. El integrismo islámico es la antítesis de lo que representan los valores de la civilización occidental, justamente de raíz judeocristiana, porque pone en peligro todo lo que sea tolerancia, apertura de miras y libertad. Por eso es tan importante el triunfo de Israel sobre Hamás, para evitar que el efecto contagio —más allá de las manifestaciones propalestinas que estos días se suceden en grandes ciudades de todo el mundo y de los ataques mortales que ya ha habido en varios lugares de Europa o de Estados Unidos— se extienda y pueda degenerar en una conflagración entre los países árabes y el mundo occidental —una tercera guerra mundial de facto de consecuencias inimaginables. El futuro de Occidente, aunque haya dirigentes que parece que no lo entiendan, depende de ello.

Claro que, viendo efectivamente la actitud de ciertas fuerzas políticas o de ciertos medios de comunicación, llega un punto en que talmente parece que el responsable de esta guerra sea Israel y no Hamás. Una cosa es que la propaganda palestina haga hueco y otra que todo el mundo se lo trague sin cuestionar nada. Especialmente lamentable es la posición de la Unión Europea (UE), que, para variar, hace el papel de la triste figura, actuando, como siempre, tarde y mal y con contradicciones una tras otra. ¿Qué quiere decir que triplicará la ayuda a la Franja de Gaza con más de 75 millones de euros? ¿Para qué los administre quién? ¿Hamás, que es quien gobierna y quien hace años que desvía fondos que son para la población hacia su causa terrorista, para que los siga usando para armarse aún más? ¿Y no tiene nada que decir de la sospecha de que armas entregadas por la UE a Ucrania hayan acabado en manos de la organización terrorista palestina, entre ellas algunas procedentes de España? Todo ello con dinero de los bolsillos de los contribuyentes europeos, que debería verse si están muy de acuerdo con el destino que se les está dando. Una UE que no tiene ningún peso real en la zona de Oriente Próximo afectada por el conflicto bélico y que, siempre a remolque de Estados Unidos, difícilmente puede dar lecciones de nada dado el complicado panorama interno que tiene con una inmigración musulmana masiva y fuera de control que se está convirtiendo en una bomba de relojería que puede estallar en cualquier momento.

¿Y qué pasará con el pueblo palestino? Esta es una pregunta que a menudo Occidente, por su mala conciencia de años de explotación del tercer mundo, se plantea. Los palestinos —las otras grandes víctimas de la confrontación armada— son árabes, y por tanto quien debería responderla son el resto de países árabes. Lo que ocurre es que ninguno de estos países árabes quiere saber nada de los palestinos. Les van bien para usarlos de excusa en sus trifulcas con Israel, pero nada más, ninguno piensa acogerlos. Los palestinos están, pues, abocados a su suerte, pero no sólo por la presión de Israel, también por la indiferencia de sus teóricos hermanos árabes, para quienes a la hora de la verdad son siempre un estorbo. El ejemplo de Egipto negándose a abrir el paso fronterizo de Rafah para permitir la entrada de refugiados desde Gaza es especialmente aleccionador de lo que realmente les está sucediendo a los palestinos. 

Es momento de cruzar los dedos, apretar fuerte los dientes, cerrar los ojos y esperar que lo peor no llegue nunca.