Gracias a un suscriptor de Casablanca, este sábado pude ir a ver el concierto de conmemoración de los 30 años del disco Ben endins, de Sopa de Cabra. A pesar de que las entradas se habían agotado y que los dos vivimos de cerca el estallido inesperado del grupo hacia finales de los años 80, no íbamos con muchas expectativas. Aun así, al acabar la noche, mi desolación era máxima.

El concierto me pareció una parodia de las comedias multitudinarias del proceso, pasadas por la TV3 del 155 que tan bien dirigió el exdirector del Avui Vicent Sanchis. Hubo un momento que Gerard Quintana dijo que se había emocionado y un señor y yo nos encontramos mirándonos con una mueca de incredulidad que venía a decir: "¿Pero qué coño dice este farsante, ahora?". Todo el show fue un festival distópico de peseterismo truculento, eso sí, disfrazado de espíritu juvenil y de amor a la humanidad.

Tantos años después del primer éxito, era un buen momento para que el grupo volviera a dar alguna cosa genuina a su público. La gente que llenó el estadio estaba dispuesta a aceptar cualquier prueba de amor o de ternura. Los músicos invitados, que se supone que tenían que recoger el testigo, tenían poca personalidad, pero salieron con ganas de comerse el escenario. No hubo nada que hacer, el público estaba abierto de piernas pero en las piernas solo veías las telarañas de una casa abandonada.

Los discursos de Quintana tenían poca gracia y parecían más pensados para pasar el trámite que para conectar con el público. Josep Thió no se movió de su rincón ni para pedir que le subiesen el volumen de la guitarra. Xarim Aresté, que salió a tocar No vull canviar de pell, intentó dar ritmo al concierto con su gesticulación de Keith Richards y su guitarra de afinación abierta, pero no lo consiguió. El mejor momento de la noche fue la estrofa del Podré tornar enrere? que cantó David Carabén.

Del grupo que habría podido establecer el molde del Rock catalán solo queda el plástico de las imposturas que han asfixiado la política catalana

La naturalidad del cantante de Mishima brilló como un diamante de Tiffanys en medio de aquel carnaval de bisutería china protagonizado por viejos roqueros con el corazón reseco de vender humo y jóvenes narcisistas con ganas de triunfar. Personalmente, hubiera preferido volver a ver los miembros de Sopa destruidos por la mala vida, como aquel día de los años 90 que les hice de telonero en Gata de Gorgs. Como mínimo en el dolor que rezumaba la bajada a los infiernos que siguió al fracaso de su disco madrileño había una verdad digna de ser explicada.

Hace muchos años que supe que los Sopa no estarían nunca a la altura de las expectativas que habían generado algunas de sus canciones, pero me dio pena ver su repertorio reducido a un karaoke de concurso televisivo. El rock tiene que transmitir ganas de afirmarse ante la adversidad y Quintana parecía Jordi Cuixart diciendo "ho tornarem a fer" después de declarar en español. Del grupo que habría podido establecer el molde del Rock catalán solo queda el plástico de las imposturas que han asfixiado la política catalana.

La gente inocente, cuando se siente abandonada, se vuelve pasiva, y el país que puso la independencia en la agenda de los partidos ha quedado en un estado catatónico. El público, que era mayoritariamente votante del 1 de octubre, parecía un perro de calle que espera en la puerta de la casa donde creció que el amo salga a echarle unas brozas. El estadio no era un mar de banderas como en el concierto de hace 30 años, pero tal como están las cosas esto no habría tenido ninguna importancia si el grupo hubiera tocado con un mínimo de sentimiento y de buen gusto.

No me extraña que Jordi Amat haya recomendado la crítica de Luís Hidalgo en El País. Ni tampoco me extraña que todas las críticas del concierto que he leído parezcan escritas por la misma mano impersonal y anodina. Los Sopa de Cabra son un producto perfecto para anestesiar el país. Si los defectos se acentúan con la edad, es evidente que el grupo de Gerard Quintana no ha sabido compensarlos con ningún tipo de refinamiento y sabiduría. Es la hoja de ruta que los sacerdotes de la nueva España tienen prevista para liquidar el país que reflotó la lengua del país e hizo posible el rock catalán y el 1 de octubre.

Después de ver a Sopa, todavía me parece mucho más lógico que Rosalia haga la carrera en el idioma de Miami, y que cuando canta en catalán, en vez de dar lecciones de cristianismo reciclado, hable de cómo le gusta ser millonaria.