Su actualidad es tan abrumadora y nuestra conciencia de fortuna tan insuficiente que los días se van sucediendo, las noticias se van repitiendo y parecemos olvidar que, hoy por hoy, debemos ser de los pocos humanos que vivimos en una zona libre de cualquier guerra. Una parte del primer mundo parece blindada con un escudo protector —a modo de burbuja invisible— que no solo esquiva balas, sino también responsabilidades.

Desde que tenemos uso de razón que oímos hablar del conflicto entre Israel y Palestina. Y desde que tenemos memoria que no vemos que nadie le haya encontrado solución. Hay tantas variables y derivadas, causas y consecuencias, que aquellos que desconocemos el fondo de la cuestión, a veces estamos confusos y no podemos más que tomar aire, empaparnos de información fidedigna (libros, artículos, entrevistas) y, luego, intentar sacar alguna conclusión. Tarea difícil esta de encontrarle sentido a la barbarie, mientras el genocidio nos entra por todas las pantallas.

Los palestinos son la población refugiada más antigua de la historia moderna. Los hijos y nietos de las guerras del 1948 y 1967 heredan el exilio, malogrado legado. Gaza es, en datos de Amnistía Internacional, una de las regiones más pobladas del planeta, con un millón y medio de personas acinadas en tierra de nadie y, con esta densidad a hombros, se convierte a la vez en la prisión más grande del mundo. Israel, por su lado, es el primer estado moderno creado porque una resolución de la ONU le concede el derecho a existir. Pueblo históricamente maltratado —especialmente por los nazis— sorprende y entristece que para ejercer su legítimo derecho a ser, a la vez sea capaz de infligir aquello que él sufrió.

Hacer una aproximación respetuosa al tema solo se puede alcanzar de la misma manera que se consigue mejorar como músico: escuchando. Escuchar y entender. También ponerse en el lugar del otro, como hace el maravilloso libro Apeirogon, de Colum McCann, que aborda la amistad de un israelí y un palestino unidos por la desgracia de haber perdido una hija en esta guerra interminable que siempre vuelve a resurgir. Como más años pasan, sin embargo, más pesa la mochila del camino y más cera se acumula en las orejas. La emoción se abalanza sobre todo recuerdo. La venganza se apodera del dolor. Olvidando quizás que la ley del ojo por ojo solo lleva a la ceguera.

Si este mismo cuerpo nuestro, exactamente igual en forma y espíritu, hubiera venido al mundo a una zona de pobreza y conflicto continuado, hoy no seríamos la persona en que nos hemos convertido. Definitivamente, somos el lugar en el que nacemos

Y así, si queremos escuchar, alguien nos tiene que explicar el relato. El periodismo dicen que tiene que ser neutral, pero como afirma el especialista en Oriente Próximo Joan Roura, la neutralidad en un conflicto desigual favorece al poderoso. Eso implica que se tiene que poder decir que hay un país que estrangula y otro que intenta respirar y que los derechos humanos tendrían que ser incuestionables, no a la carta. Pero entre los intereses de unos, la indiferencia de los otros, la geopolítica, la inteligencia artificial y las redes sociales, cuesta discernir la noticia cierta y precisa. Demasiado ruido, mientras la Franja se estrecha todavía más.

Por eso, con más razón, hay que agradecer la sensibilidad y el coraje de las crónicas que desde el Oriente Medio nos envían los profesionales, en especial los de Televisió de Catalunya. Pienso en Roser Oliver Olivella, Xesco Reverté o Txell Feixas. No debe ser fácil informar en estas circunstancias y, a pesar de todo, estáis allí y nos ayudáis a conocer. Os escuchamos con atención y nos planteamos, al mismo tiempo, hasta qué punto es necesario que otros periodistas —considerados primeras espadas— se desplacen expresamente a zona de peligro, habiendo ya allí corresponsalías de nivel. Y no se cuestiona la profesionalidad del quién, sino la necesidad del qué.

Así las cosas, no damos abasto: Ucrania ha pasado a un segundo plano, África ya hace tiempo que es tangencial en la agenda occidental y mientras tanto, nosotros, privilegiados, desde casa, podemos mirarlo todo en paz —qué no quiere decir con indiferencia—, pero sí con poco margen de maniobra, como población comprometida que aspiramos a ser. Si este mismo cuerpo nuestro, exactamente igual en forma y espíritu, hubiera venido al mundo a una zona de pobreza y conflicto continuado, hoy no seríamos la persona en que nos hemos convertido. Definitivamente, somos el lugar en el que nacemos.