Este fin de semana la Assemblea Nacional Catalana (ANC) somete a votación de sus socios la propuesta de promover la abstención y el voto nulo en las elecciones generales españolas del 23 de julio. Lo más probable es que la propuesta sea aprobada, teniendo en cuenta que la convocatoria se enmarca dentro de la Hoja de ruta aprobada por el 76% de los miembros de la entidad en la asamblea general reciente, pero sería bueno que los asociados de la entidad, en general patriotas catalanes de buena fe, calculen las consecuencias de su voto, habida cuenta de su influencia.

Es curioso, por no decir sospechoso, que a lo largo del proceso soberanista siempre ha habido movimientos de sectores independentistas dispuestos a facilitar los intentos desarticuladores del independentismo organizados desde el Estado y/o desde las cloacas. Bien que aplaudieron en Madrid cuando la CUP hizo caer a Artur Mas, desestabilizaron el gobierno de Puigdemont e impidieron la investidura de Jordi Turull el día antes de ingresar en prisión. Y cómo se ha aprovechado el gobierno español de la estrategia de ERC para cantar victoria. Ahora la ANC dice que ve "una oportunidad en las próximas elecciones españolas para que el movimiento independentista inicie un cambio de rumbo". Suponiendo que la iniciativa tenga éxito, lo único que se podrá visualizar será la mayor de las derrotas del catalanismo, entendido el concepto como el espacio político de los que ansían el máximo autogobierno.

La Asamblea reafirma su denuncia de la ausencia de una acción efectiva de los partidos independentistas para conseguir la independencia y en eso no le falta razón. De la independencia se habla mucho, pero solo se habla, no se hace y no se hace porque como diría Lenin, no se dan las condiciones objetivas ni las subjetivas para la revolución. Hubo un momento en que se vislumbró alguna esperanza, pero ante la desigual correlación de fuerzas y la voracidad del enemigo, los líderes del movimiento ordenaron la retirada, pensando ingenuamente que el adversario desistiría, y no solo no desistió, sino que aprovechó la ocasión para ensañarse con la represión, la persecución de los disidentes, la desarticulación del movimiento y la aplicación de políticas dirigidas a residualizar los signos de identidad catalanes. Desde entonces, algunos líderes, los que han podido, se han buscado la vida fuera de la política, y los partidos que se llaman independentistas han buscado diversas formas de acomodarse a la nueva situación.

Ahora y aquí, el gran dilema del soberanismo catalán no es votar o no votar, sino a quién votar después de tanta decepción acumulada, pero castigar a los mediocres para que ganen los beligerantes tampoco no parece un gran negocio para el conjunto del país, que, hace falta tenerlo en cuenta, todavía tiene mucho que perder

El partido mayoritario, Esquerra Republicana, ha fijado la prioridad en la disputa interna del poder institucional. Junts per Catalunya ha buscado más o menos lo mismo desde posiciones que se pretenden menos claudicantes, pero también más ingenuas y cobijados bajo la llama que mantiene encendida el president Puigdemont en Waterloo. Y la CUP se ha centrado en su ideario estrictamente anticapitalista. ¿Qué ha hecho mientras tanto la ANC aparte de silbar a la presidenta Forcadell al poco de salir de la cárcel? ¿Y qué más piensa hacer? Porque la ausencia de las condiciones objetivas y subjetivas para hacer la revolución es aún más evidente ahora que antes. ¿Tienen algún ejército secreto, algún dispositivo de sabotaje para doblegar al Estado? ¿O es que volvemos a hablar por hablar? Se hacen proclamas épicas de lucha por la independencia cuando Catalunya es una auténtica balsa de aceite si lo comparamos sin ir más lejos con lo que está pasando ahora mismo en Francia.

En Catalunya existe un problema de involución democrática, de represión política, de lawfare y de una ofensiva nacionalista española evidente que anima a una respuesta democrática de la gente que se siente afectada. En Catalunya —como en todas partes— la defensa de las libertades y los derechos democráticos no acaba nunca, pero observando la realidad del país, un instrumento principal para defenderlo siguen siendo las instituciones. Aquí y ahora, el gran dilema del soberanismo catalán no es votar o no votar, sino a quién votar después de tanta decepción acumulada y la cruda realidad es que no hay más cera que la que arde. En un estado constituido, la abstención es un instrumento de castigo a los representantes que lo han hecho mal y puede tener efectos regeneradores. Sin embargo, Catalunya no es un estado constituido y su existencia política solo puede medirse en la voluntad de sus gentes democráticamente expresada. Es cierto que la sensación de mediocridad política está muy extendida, lo que interpela también a las bases militantes y su silencio. La regeneración política en Catalunya es algo necesario, pero el relevo siempre será mejor hacerlo desde aquí que desde allí. Castigar a los mediocres para que ganen los beligerantes no parece un gran negocio para el conjunto del país, que, hay que tenerlo en cuenta, todavía tiene mucho que perder.

La ANC argumenta la defensa de la abstención el 23-J como "una respuesta a la incapacidad de los partidos independentistas para formar un frente común... y se visualice una unidad estratégica coherente". Bien, ya existe una iniciativa de unidad estratégica promovida por el president Puigdemont, el Consell de la República, que al menos tiene la legitimidad de los representantes electos. ¿Por qué no se integran? No lo hacen porque cuando se reivindica la unidad, lo que se pretende es liderarla. Cuesta entender que para resolver las divisiones de un movimiento se organice una nueva fracción, una cuarta opción, supuestamente más auténtica que las demás, que intenta primero debilitar a los contrincantes con la abstención en las elecciones españolas y presentar a continuación una candidatura propia en las elecciones dichas autonómicas. ¿Se vuelve a utilizar la bandera independentista para la disputa interna del poder local? Tienen todo el derecho, faltaría más, pero no parece demasiado inspirado en los principios fundacionales de la entidad. Esto también lo hace el PDeCAT, favorecido ahora por la Junta Electoral, siempre tan beligerante con todo lo que rodea a Puigdemont y por quienes les patrocinen la campaña.

En el fondo estamos ante una cuestión de dignidad colectiva. Todo el mundo entiende que la presencia institucional es un instrumento de acción política, aunque a veces solo sea testimonial. El no estar equivale a no ser. El testimonio de la existencia política se puede gestionar de muchas formas, defendiendo ideas y políticas propias o denunciando las contradicciones del sistema. En estos casos, el adversario también es una referencia. ¿Tiemblan los poderes fácticos españoles porque los independentistas dejen de ir a votar o se fumarán un puro?