Un bufete de abogados de Madrid ha puesto en marcha una demanda colectiva contra la Agencia Tributaria por prácticas abusivas. La cuestión a mi entender menos importante no es la arbitrariedad que la agencia pueda cometer en el caso concreto, pues como en todo otro poder público, en caso de darse, es perseguible y sancionable, si quien alega la mala praxis tiene pruebas de ello. Lo realmente importante y escandaloso es que una demanda como esta sea noticia, porque, como reconoce el representante del bufete, que incluso ha atendido una entrevista por tal motivo, tales demandas no se dan. De hecho, es difícil rastrear en la historia de la institución reclamaciones judiciales contra sus agentes. A juicio de Bob Amsterdam, el fundador del bufete que va a llevar a cabo actuaciones contra la Agencia Tributaria española, son estas demandas inusuales a causa del miedo. Miedo, dice, a ser inspeccionados y perseguidos por la agencia, lo que explicaría también el silencio con el que hasta ahora se ha visto revestido todo lo que concierne a este ámbito público.
Es sabido por ricos y pobres, poderosos y menos, que no hay fuerza más inexorable que la de la autoridad administrativa y en este caso concreto, la inspección sobre los tributos que estamos obligados a pagar, se hace mucho más patente ese rasgo de autotutela que permite a la administración no solo dictar resolución, sino también ejecutarla con independencia de los eventuales recursos que contra ellas se puedan interponer. Y, teniendo en cuenta la capacidad que les asiste de alargar los procedimientos en el tiempo y en el espacio, nadie levanta la voz. No ya porque tenga la gente nada que esconder, pues muchas vidas económicas son, por pura imposibilidad de pecar, absolutamente intachables, sino porque, aunque lo sean, la persecución puede ser la misma y con ella hacer la vida imposible a la persona inspeccionada durante demasiado tiempo como para soportarlo. ¿Quién no conoce a alguien que ha acabado pactando una multa para no alargar una agonía que le iba a reportar más gastos y quebraderos de cabeza en caso de negarse numantinamente a pesar de saberse inocente?
¿Quién no conoce a alguien que ha acabado pactando una multa para no alargar una agonía a pesar de saberse inocente?
Ni el sujeto tributario, ni su asesor fiscal, ni los agentes del derecho a la defensa (la Abogacía) o de la protección de la legalidad (la Fiscalía) han ido, hasta ahora, mucho más allá de recurrir ante los tribunales las liquidaciones practicadas por la agencia tributaria. Y, de hecho, en la historia de este organismo en España son escasísimas las condenas a inspectores en activo. Pero es que pocas son las demandas, mientras, en cambio, pierden en los tribunales contenciosos la mitad de las resoluciones de liquidación que emiten y que han sido judicialmente recurridas. ¿No deberían los máximos responsables del organismo preguntarse el porqué de dicha disfunción? ¿Se imaginan que la mitad de las denuncias contra cualquier empresa prosperasen? ¿Qué diríamos de ella?
En el caso Estevill-Piqué Vidal, donde juez y abogado acabaron condenados por cohecho, prevaricación y extorsión, los empresarios que, entre otras de sus víctimas calladas, se atrevieron a formular denuncia contra ellos no lo hicieron hasta que el magistrado aterrizó en el Consejo General del Poder Judicial, patada hacia arriba que le propinó Miquel Roca cuando el juez decidió su enésima venganza en la persona de un archienemigo, el president Maragall. Entonces había renunciado, por la pompa del nuevo cargo, al poder que le otorgaba la toga y que tan mal ejercía, el que fue magistrado estrella durante toda una época dorada del pujolismo. Aquel silencio, como el que ahora se cierne sobre ciertas actuaciones tributarias del todo irregulares, en nada opaca el buen trabajo que la mayoría de jueces e inspectores de hacienda llevan a cabo. Pero como parece que la razón de todo este silencio es el miedo, escribo ahora esto para contribuir a romperlo, y también esperando estar preconstituyendo prueba a mi favor si, algo más tarde que pronto, me viera inmersa en una sorpresiva inspección después de una vida cumpliendo (sin mérito ninguno, dada mi condición laboral) con esa hacienda que dicen que somos todos.