Me ha hecho mucha gracia comprobar la prisa y la desidia con qué parte de la prensa de la tribu (y también los perezosos redactores de los diarios pretendidamente liberales de España y de Europa) se apresuraban a tildar de "fascista" el asalto al Capitolio por parte de los partidarios de Donald Trump. Sorprende poco, en primer lugar, la pereza de los quien, exclamándose de conductas intolerables (e interrumpir la sesión de un Senado legítimamente construido lo es, sin ningún tipo de duda) se apresuran a banalizar el asalto bajo el letrero de fascismo o de totalitarismo, conceptos con una génesis histórica muy determinada y compleja como para banalizarlos a base de estamparlos en las crónicas sobre gamberradas que tienen poco que ver. "Si tienes dudas, pon fascista" es uno de los mandamientos periodísticos que podrían compartir Eduardo Inda, la prensa procesista y los columnistas remilgados carcoprogres de EL PAÍS.

Hay bastante con ver las imágenes de la entrada en el Capitolio, con la mayoría de asaltantes encendiendo un arma tan peligrosa como un teléfono móvil y muchos haciéndose fotografías en las sillas de los senadores con la postura de fumar un cigarro (la mayoría de los asaltantes, como recordaba Benjamin Wallace-Wells al New Yorker anteayer, no tuvieron ningún problema al identificarse ante la policía y los medios), para darse cuenta que, más allá de un golpe de estado sedicioso, la turba que asaltó el Senado no tiene nada que ver con el fascismo, sino más bien con una muestra agonizante de un movimiento que ha vehiculado en Trump la mayoría de sus frustraciones de clase, un espectro básicamente blanco y obrero que alcanzaron el sueño americano de la clase media en los 90 (casita blanca y trozo de césped) y que ahora vive empobrecida y desencantada con una élite política que la trata de campesina.

La mayoría de analistas todavía no ha entendido (o, de hecho, no ha querido hacer el esfuerzo de entender) como la antipolítica -que en España se había hecho fuerte con el 15-M y que ha acabado con Pablo Iglesias viviendo en Galapagar como un rico hortera de tres al cuarto- en los Estados Unidos se ha constituido en un estallido del tribalismo nativista de una clase obrera que ha sufrido la globalización y a quien la emergencia de China como fábrica exportadora ha dejado en pelotas y sin ahorros. La genialidad de Trump ha sido vehicular este cabreo excitante el narcisismo y la violencia de una gente que ya no tiene nada que perder y que por eso tiene los huevos de ir al Capitolio a hacer jarana sin ningún miedo a recibir coscorrones de la policía. Este asalto decadente es el colofón de un mundo igualmente decadente que no tiene ningún tipo de semejanza al espíritu de modernidad que, cuando menos a sus inicios, representaba el fascismo en Alemania y en Italia.

En este sentido, Joe Biden se equivoca del todo cuando dice que el lío del Capitolio no representa "la verdadera América". Todo lo contrario, lo que admiramos hace días, incluyendo la estética decadente y animalesca de algún macho trumpista, es una performance bastante oportuna para describir el Zeitgeist que vive esta gran nación (un país, por cierto, que otorgó más votos a Trump en las pasadas elecciones que en las de su victoria, y con una diversidad de razas todavía más grande), de la misma forma que la emergencia de VOX en España ha desenmascarado una parte del electorado nacionalista obrero que durante lustros se escondió al PP de Aznar. La comparación es atrevida, porque cada país hace su populismo, pero no es casualidad que la prensa también haya analizado el movimiento que ha encabezado Santiago Abascal de "fascista" sin ver cuál es la decadencia que lo explica.

El primer paso para analizar bien las cosas y no caer en la histeria sería dejar palabras como "fascismo" en el cajón para aproximarse a los fenómenos presentes con un poco más de ganas de trabajar. Por muy grave que pueda ser, el asalto al Capitolio habla mucho más de las carencias de un país que de una revuelta violenta con todas las de la ley, y mucho menos de un intento de sedición. Y de eso, de intentos de ocupación que acaban convertidas en excursiones al Aeropuerto o de rodeos de edificios que acaban dejando operar los dispositivos judiciales que las provocan, los catalanes sabemos un montón. De cosas que hacen bulla pero que acaban en nada somos unos fucking masters. Si los yanquis necesitan pistas para analizar performances, que parecen revoluciones pero que sólo muestran la propia castración política, que no lo duden: en Catalunya tendrán siempre unos aliados cojonudos a la hora de analizarlas como es debido.