Para saber del Papa y de todo lo que se cuece en el Vaticano recomiendo que sigan al compañero Vicent Lozano, que es el seglar que más sabe. A mí me toca hablar de lo mío, pero cuesta escribir sobre política catalana porque, independientemente de que el Govern y el Parlament hagan bien o mal su trabajo, el interés ha caído en picado. Con un Govern que trabaja pero no brilla, enemigo como es de cualquier épica. Con un PSC que vence pero no acaba de convencer, y una oposición que ni está ni se la espera. Todo resulta incoloro, inodoro e insípido. De hecho, la política catalana se ha convertido en una actividad casi misteriosa de gente desconocida.

La gente sigue interesada y habla en las sobremesas, pero los asuntos estrictamente catalanes no pueden competir con las ocurrencias de Donald Trump, con la elección de un nuevo papa, con las guerras y el rearme, ahora con el apagón, y por supuesto, con el Barça de las remontadas, convertido en un auténtico refugio de autoestima colectiva que conviene valorar en su trascendencia. Lo suele decir la gente de la radio: “Si hablamos de política catalana, la gente cambia de emisora”. Y es comprensible que los guionistas del Polònia se busquen la vida en asuntos más importantes, dado lo difícil que debe ser crear un gag de kilómetro cero.

Y hay que decir que el Govern se esfuerza en hacerse valer. Cada día o cada semana tenemos anuncios de inversiones millonarias: 18.500 millones “para que Catalunya recupere el liderazgo económico de España”; una inversión anual de 1.100 millones para construir vivienda social; 1.300 euros para los agricultores damnificados por la granizada. Y ahora, tras el apagón, una inversión para garantizar al menos 48 horas el suministro eléctrico en escuelas, hospitales... ¡y todo ello sin presupuestos! La lista puede ser larga y ojalá todo eso se haga realidad, pero hay un problema más de tipo psicológico, como si la gente hubiese perdido la fe. No solo por la escasa empatía del actual ejecutivo, sino también, como es obvio, por la sensación de derrota colectiva heredada del procés.

Es otro misterio de la política catalana: ¿qué recibe a cambio Esquerra Republicana de la actitud del diputado Rufián, tan celebrada por los abanderados de la derrota de los catalanes?

Esa sensación de derrota colectiva se escenifica desde hace semanas en la triste comisión de investigación del Congreso sobre la Operación Catalunya, donde los diputados catalanes son sistemáticamente humillados por los responsables de la guerra sucia antidemocrática que hacen ostentación orgullosa de su impunidad y advierten que, ellos sí, lo volverán a hacer. El silencio autoimpuesto de los medios españoles ante las evidencias del comportamiento ilegal y antidemocrático de las instituciones del Estado no se debe a que estén avergonzados, sino a que participan como actores principales en la defensa de un régimen que se quiere inmutable.

En estas circunstancias es comprensible que la política no solo no entusiasme, sino que resulte incluso amargante. Y un factor que alimenta el desencanto político es el partidismo que se ha instalado como una especie de conflicto permanente entre partidos, alejado de las realidades cotidianas. El Govern sufre las contradicciones de definirse de izquierdas pero queriendo ser establishment y teniendo que negociar con unos aliados que alardean de lo contrario y que, para hacerse notar, hacen bandera de los desacuerdos como si fueran una demostración de coraje. El lío de la tasa turística es un buen ejemplo de ello. Del Parlament trascienden fundamentalmente las disputas del president Illa con la portavoz de Aliança Catalana buscando el beneficio mutuo, y la permanente pelea de Esquerra Republicana contra Junts per Catalunya que invita cada día a la desconexión.

Superar la sensación de derrota política colectiva es algo tanto o más necesario, seguramente lo más difícil para un Govern que quiere ser de todos, pero que es fruto de la derrota y pretende “pasar página” como si nada hubiera pasado. La recuperación de la confianza es lo que acabará determinando el futuro del país y del propio Govern

Un episodio paradigmático lo hemos tenido esta semana. La comisión de investigación de la operación Catalunya tiene como objetivo sacar a la luz los abusos perpetrados por el Estado, pero el día que comparece el president Artur Mas, el diputado Gabriel Rufián no muestra ningún otro interés que desacreditar política e ideológicamente al president que ha sido espiado, perseguido y represaliado. Es otro misterio de la política catalana: ¿Qué recibe a cambio Esquerra Republicana de esta actitud tan celebrada por los abanderados de la derrota de los catalanes?

El actual Govern aún no marca la referencia y la política no resume la realidad del país. Que la política no entusiasme no significa que el país no esté vivo. Más bien al contrario. Basta con ver las historias que cuenta cada mediodía el Telenotícies Comarques para comprobar que la gente se mueve y se moviliza por su cuenta con tantas iniciativas empresariales innovadoras como surgen en todo el territorio, con la protesta de la gente del Priorat porque se les niega el agua que necesitan, o la reivindicación de los agricultores del Segrià perjudicados por las granizadas. Pero también el éxito del baile de gitanas de la Garriga o los nuevos campaneros que quieren recuperar el toque manual de las campanas en varios municipios. La gente no se ha detenido. Quizá es un fenómeno de resiliencia, que la gente se busque la vida en aquello que, por modesto que sea, expresa su voluntad de ser.

Se necesitan inversiones, algunas muy urgentes, pero superar la sensación de derrota política es algo tan o más necesario, seguramente más difícil, sobre todo para un Govern que quiere ser de todos pero que ha surgido de la derrota de medio país. La recuperación de la confianza y la autoestima colectiva es lo que acabará determinando el futuro del país y del propio Govern.