El independentismo ha pasado, en un tiempo récord, de minoría ruidosa a gobernar la Generalitat. Los últimos años han sido trepidantes, tanto, que hemos avanzado más que en los anteriores 40. Hasta el punto de que el 1 de octubre, a pesar de la feroz represión del Estado, hicimos un referéndum de autodeterminación, épico. Dies que duraran anys, que clava el fotoperiodista Jordi Borràs. Porque conseguir que más de dos millones de personas fueran a votar ante un despliegue policial masivo, que repartía estopa a diestro y siniestro y amenazaba a todo bicho vivo, es una gesta sin precedentes. Una victoria popular y una estrepitosa derrota del Estado. Los votos ganaron a las porras. El autoritarismo del Estado quedó en evidencia ante una respuesta democrática ejemplar. Una corriente de simpatía recorrió Europa, medio mundo. La conjura entre las instituciones catalanas, el gobierno autonómico principalmente, y una masa crítica de la ciudadanía fue imparable. El "queremos votar" ante el "no se va a votar, ni urnas, ni papeletas" fue un embate imbatible al situarse en términos estrictamente democráticos.

Lo que no ganamos fue la república. Porque pretender ganar una república con el apoyo del 47,5 por ciento contra el 43,5 por ciento y un Estado visceralmente en contra y con la Unión Europea apoyándolo era y es inviable. Lección aprendida. Es así de simple y obvio. Sencillamente, somos muchos, más que nunca. Pero todavía no somos suficientes. Todos los que vienen remando de lejos se pueden frotar los ojos y enorgullecerse del camino recorrido. Valorarlo en la justa medida es imprescindible.

No supimos leer el resultado del 1-O y el 3-O, ni gestionar el capital político ganado

Para salir del actual callejón sin salida hace falta admitir nuestras fortalezas y nuestras debilidades, poner en valor todo lo que se ha hecho y aceptar las flaquezas. No supimos leer el resultado del 1-O y el 3-O, ni gestionar el capital político ganado. La victoria fue democrática contra el Estado autoritario y es aquí donde recogimos un alud de simpatía internacional. No por la independencia, tampoco por la República Catalana, desdichadamente. Negarlo es tanto como vivir en una ficción. Sí, es cierto que después del 3 de octubre existía la posibilidad de rebelarse, atrincherarse en las instituciones y plantarse en la calle sine die para intentar forzar una negociación con el Estado. Quizás había una masa crítica suficiente que habría estado dispuesta a hacerlo. Otra cosa es el incierto resultado y cómo habría acabado. Pero de ahí a la República Catalana había todavía un largo trecho. En todo caso, ninguno de los actores políticos y sociales apostó entonces por este camino. Y ninguno es ninguno.

Hoy, el único peligro real que tiene el movimiento republicano es la pérdida de la centralidad, la huida hacia adelante, la impaciencia. Este sí es el camino más rápido para volver a ser una minoría ruidosa, para volver al autonomismo. Y esta pérdida de la centralidad se puede producir tanto por situar el terreno de juego en el plano identitario (¡qué grave error en el que algunos insisten un día tras otro!), como por dejar el movimiento republicano en manos de una minoría, ya sea esencialista o gritona, una minoría no ya respecto del conjunto del país, sino del conjunto del independentismo. El nacionalismo radicalizado del pecho y cojones, de los extremos, del "tenemos prisa" solo nos puede llevar a una derrota sin paliativos. Todas las estrategias estomacales, la reiteración de "jugadas maestras" mucho más efectistas que efectivas o el frentismo nos conducen al empate infinito, en el mejor de los casos, o a retroceder.

Tan importante es movilizar a los propios como no espolear a la movilización contraria; tenemos que ser más a favor y procurar no enervar al resto

La carrera es de fondo. Y pide aprender la lección, medir la fuerza real del adversario y su disposición a jugar sucio. Decía un amigo, uno que de ganar elecciones sabía un montón, que tan importante es movilizar a los propios como no espolear a la movilización contraria. Tenemos que ser más a favor y procurar no enervar al resto. Si no únicamente no se sienten interpelados, sino que encima se sienten agredidos, tenemos un problema. En una sociedad plural como la nuestra, el futuro necesariamente lo tenemos que gestionar para todos. El próximo embate lo tenemos que preparar partiendo de esta premisa y acumulando una experiencia que es un tesoro y por la que el Estado, herido en su orgullo, nos quiere hacer pagar un precio alto en forma de escarmiento.

El compás de espera por la investidura y para formar gobierno no han jugado tampoco a favor del movimiento republicano. Las proclamas épicas no llevan a ninguna parte. La primavera catalana de los nuncios de la revuelta suena a broma. Y la apelación despectiva al procesismo (cuando no parece una cínica vendetta cainita) resuena como un sarcasmo dentro de los muros de hormigón de las prisiones españolas. Basta de comedia, a picar piedra nuevamente y a preparar la victoria, que no nos caerá del cielo, ni por un ardid de coraje. Estamos donde estamos, no donde nos gustaría estar. Sin embargo, donde estamos, no habíamos estado nunca. Acumular fuerzas, perseverar, no perder el paso y retener todo el capital político acumulado son nuestro baluarte. "Somos fruto de muchas derrotas, pero somos semilla de todas las victorias", proclamaba Oriol Junqueras en el mitin final de la campaña del 1 de octubre. Aquel día afloró un nuevo país, vencimos como nunca. Pero una golondrina no hace verano. Las golondrinas, para cambiar el paisaje, tienen que llegar en bandada.