Un nuevo tercer grado está al caer. El primero fue efímero para la mayoría. Un tribunal lo hizo saltar incomprensiblemente por los aires con una resolución digna de estudio que venía a decir que estaba bien concedido, que era oportuno; pero que se quedaba en suspense a la espera de que Manuel Marchena y sus camaradas dijeran la suya, que era tanto como adelantar la más que segura negativa.

Así que los siete de Lledoners volvieron inmediatamente a prisión. Ahora, aislados como nunca a causa de las medidas de prevención de la pandemia que multiplican el aislamiento. En cambio, otro tribunal, que también bendijo el tercer grado a Dolors Bassa y Carme Forcadell, actuaba en consecuencia (no todos son iguales, afortunadamente), y no suspendía el régimen de semilibertad de los dos presas políticas. Arbitrariedad máxima a la espera de que el Supremo se decidiera a fallar. Marchena y sus camaradas no tuvieron ninguna prisa a pronunciarse. Se lo tomaron con toda la calma, hacían vacaciones y cuando finalmente fallaron no dejaron lugar a dudas. El único derecho que tenían los condenados del 1 de Octubre era cumplir íntegramente la pena de prisión a menos que mostraran arrepentimiento e hicieran un acto de constricción público y notorio. Y cabe decir que la experiencia indica que ni así. Algunos de los presos quisieron transitar este camino, al inicio, aconsejados por sus abogados. Después de humillarse y hacer una renuncia pública a todo probaron la sed de venganza y escarnio.

Ahora, la Conselleria de Ester Capella volverá a hacer efectivo el tercer grado. No debe haber sido una decisión fácil. Ya durante el inicio de la pandemia los funcionarios de prisiones que tenían que determinar beneficios penitenciarios recibieron una advertencia preventiva, como si hubieran recibido una cabeza de cerdo, que amenazaba claramente con represalias si se concedía un tercer grado a los presos. Nuevamente habrá que estar atento a la resolución de la judicatura en primera instancia para saber si el tercer grado estará vigente unas horas, unos días o sencillamente el miedo cerval a Marchena no permitirá ni que los presos pisen la calle en aplicación del tercer grado, si se confirma, concedido por Instituciones Penitenciarias.

Ester Capella, aquí, sin duda, ha hecho lo que tocaba, exprimiendo las competencias que le son propias y de la determinación para aplicarlas. Lejos queda ya la ficción en que se pretendió con aquel ya lejano '¡Abrid las prisiones'! una ilusión festejada por el mismo Govern –cuando menos por una parte de este– que alimentó la ficción, más propia de la poesía de Mayo del 68 y consignas como 'Bajo los adoquines está la playa'. Desdichadamente todo es más prosaico, desoladoramente menos épico, en contraste con las bravatas de verano tiradas obscenamente por miembros del mismo Govern mientras disfrutaban de las vacaciones de verano a las cimas del Pirineo más afable.

La cuestión, entre otros, es por qué motivo el Govern no ha recurrido más a menudo a lo que ahora se pone en práctica desde la Conselleria de la misma Ester Capella. Volver a insistir, una vez y otra. No ya en la cuestión del tercer grado sino en todas y cada una de las cuestiones controvertidas que han sufrido la intromisión del Gobierno o, sobre todo, de un aparato judicial erigido en verdadero guardián de las esencias del estado, de aquel régimen del 78 edificado sobre la restauración borbónica. Como también el aplazamiento de las elecciones decretado por el Govern e impúdicamente cuestionado por prohombres de uno de los partidos del gobierno en un ejercicio de estulticia y deslealtad manifiestas.

El de recuperar leyes sociales suspendidas, e intentarlo una vez y otra, era un compromiso compartido de las fuerzas independentistas que se inspiraba en la Ley de Contratos de Cultivo de la República tumbada por el Tribunal de Garantías Constitucionales. La respuesta ejemplar del Parlament en los años treinta fue volver a aprobar la misma ley que tanto enervaba a la derecha catalana como al Tribunal conservador, que pretendía blindar los derechos absolutos de los propietarios frente los que trabajaban la tierra. Este es un camino que incomprensiblemente no se ha explorado fuera de esta primera excepción que es, en la práctica, la decisión adoptada desde la Conselleria que dirige Capella.

La política de cambios y transformación, de embate o confrontación, que se puede permitir y tendrían que asumir las instituciones catalanas es precisamente esta, en uso de sus atribuciones y fundamentada en la fuerza de la razón y no en la razón de una fuerza que hoy por hoy no tenemos y que no se ve a venir por ningún sitio, que diría Gaziel. Pavonearse en el vacío sólo ha servido, hasta ahora, para acentuar la impotencia, para retratar todas las debilidades del independentismo, para debilitarlo y para alimentar una ficción que en lugar de reanudar el camino nos ha hecho vivir en un espejismo cómodo para algunos, pero terriblemente ineficaz para la mayoría.