Pere Aragonès pasó con nota el examen ante Vicent Sanchis, director de TV3. Sanchis repitió la fórmula que utiliza habitualmente y que tanto ha incomodado a otros entrevistados. Corta, es incisivo, entra en el cuerpo en cuerpo, provoca y mantiene un tono que a veces puede parecer impertinente e incluso insolente. Lo que no se le puede negar es la coherencia. A todo el mundo le ha hecho el mismo tipo de entrevista. La misma que hizo salir en tromba a destacados dirigentes del mundo más nacionalista que le dedicó todo tipo de improperios después de entrevistar a los suyos.

El president Aragonès se mantuvo impertérrito ante Sanchis y demostró una solidez argumental y conocimientos a años luz de su antecesor en el cargo, cautivo aquel de una retórica tan débil como inflamada. El nuevo president, el primer president republicano desde 1939, exhibe rigor y criterio. Augura solvencia en la Presidencia y un imprescindible tocar de pies en el suelo que contrasta con el soñar despierto y el escaso sentido institucional.

Pere Aragonès es un tipo seguro, preparado. Tiene tablas, no arriesga y no comete errores. El mandato es la oportunidad para ganarse el respeto, la autoridad y la legitimidad y de demostrar que Oriol Junqueras acertó de lleno cuando pensó en él para coger las riendas de un partido decapitado por la represión. No tiene, al menos ahora mismo, el carisma del líder republicano ni unos niveles de valoración tan altos -Junqueras es de calle el líder mejor valorado de la política catalana-, pero tiene la juventud -sólo 37 años- y tiempo por delante para ejercer y consolidar la presidencia y el liderazgo. Un reto mayúsculo que tendrá que hacer compatible con un modelo de partido inédito que ahora se refleja en la tradicional bicefalia peneuvista: la dirección del partido en unas manos y el gobierno en otras.

Pere Aragonès se ganó en las urnas la investidura superando al mismo Puigdemont, president en el exilio, presidente y líder incuestionable de Junts per Catalunya y presidente del Consell per la República. De aquí nace la fortaleza y legitimidad de Aragonès, de las urnas y de una mayoría parlamentaria tan imprescindible como trabajada. La derrota electoral de Puigdemont, su primera derrota sin paliativos, se produjo justo ante Aragonès, un candidato que ni tenía su popularidad ni su aura y que aun así se impuso por un margen de más de 30.000 votos.

La pretensión de tutelar la presidencia de Aragonès no tenía ningún sentido precisamente por este motivo. Porque el mandato democrático se lo ganó Aragonès (sin olvidar la decisiva contribución de Junqueras) limpiamente. Pretender repetir una presidencia tutelada ni ayudaba al prestigio de la institución ni era sostenible en términos de pluralidad y democracia. El único president legítimo no puede ser otro que aquel que ha sido validado por las urnas y ha obtenido el aval del Parlament. En su defecto, se situaría el independentismo en una dimensión autoritaria y fuera de toda lógica democrática. El president Puigdemont podría haber optado por ser arte pero decidió ser parte, una opción respetable pero que imposibilita emular el papel de Tarradellas.

Tampoco ayuda a la salud democrática del independentismo – y a su pluralidad – seguir con el nomenclátor de president legítimo, que es tanto como pretender que el emanado de las urnas no lo es. Y tampoco ayuda a hacer del Consell per la República un organismo transversal si los principales dirigentes son de parte de este e insisten en acentuar el rol de parte. La funcionalidad y transversalidad del CxR también depende de su capacidad de proyectarse como un organismo plural.

Aragonès inicia su mandato con paso firme, con retos inmensos por delante si bien con el escollo de unas mayorías parlamentarias que no se lo pondrán fácil. Pero también con algunas ventajas; un gobierno que, entre los posibles, ha acabado por ser de los más cómodos con respecto a la estabilidad interna. Con el permiso del Parlament y de su presidencia, claro está.