Era un joven de Vallecas, todo coraje y atrevimiento, con una cara esculpida a puñetazos, nariz chata (a base de cachetes secos), voz nasal y palabra atrevida; de barrio popular, hecho en la calle y de una familia que trabajo tuvo para llevarlo a la escuela. Quizás sabía poca letra, pero en aquel Vallecas de los ochenta se había espabilado en la dureza de una pobreza que lo empapaba casi todo.

Dios sabe cómo, pero Poli Díaz hizo carrera de boxeador. El Potro de Vallecas, así lo bautizaron, se convirtió en el orgullo del barrio a fuerza de tumbar adversarios. En el cuadrilátero era el puto amo y se fue abriendo paso a medida que sus rivales caían abatidos a sus pies, en la lona del ring. Solo necesitó siete combates para proclamarse campeón de España, en 1986. Dos años más tarde conseguía coronarse rey de los pesos ligeros en Europa al derrotar a un italiano (Luca di Lorenzi) por KO. Lo fulminó en cinco asaltos.

El 27 de julio de 1991 y habiendo defendido el título europeo siete veces, siempre invicto, se le presentó la mejor ocasión a la que puede aspirar cualquier boxeador: disputar el cetro mundial. El título más codiciado, el Mundial de los pesos ligeros, estaba al alcance de la mano, solo un máximo de doce asaltos lo separaban. El adversario a batir era un púgil formidable, el norteamericano Pernell Whitaker, en un escenario increíble, el ring de The Scope (Norfolk, Virginia, Estados Unidos de América).

El Potro de Vallecas saltó al ring a darlo todo, después de una preparación con un largo ayuno a base de lechuga para conseguir el peso. Sonó la campana, emoción e ilusión desaforadas, pero ya al primer asalto, al primer intercambio de golpes, quedó claro que ese difícilmente sería su día. A cada asalto lo sucedía una nueva paliza. La nariz ya no se la podían chafar más, pero la infinidad de golpes que ya había recibido en el segundo asalto no auguraban nada bueno. Entre sus seguidores había de todo. Los que lo querían habrían tirado la toalla enseguida. Se veía a la legua que Poli no estaba lo bastante preparado para salir vencedor de aquel embate. Terminar a tiempo y prepararse a conciencia para una nueva ocasión habría sido lo más sensato. Pero el orgullo pudo más. Parte de sus seguidores bramaban poseídos que allí nadie bajaba los brazos y que siguiera con más ganas. Pecho y cojones, decían. Y si no por qué se había metido, se decían inflados como pavos. Al tercer asalto, nueva paliza. Los espectadores de primera fila (los de billetero generoso), vieron cómo les salpicaba el sudor y la abundante sangre que brotaba de la cara de Poli a cada nuevo golpe seco del americano. Eso todavía los excitaba más. Querían espectáculo y que Poli siguiera haciendo de Rocky Balboa sobre la lona. Así que Poli y su equipo siguieron y siguieron, aguantando golpes y más golpes. El espectáculo tenía que continuar. Daba igual si se caía al suelo aturdido y se levantaba a tientas; los más aguerridos seguidores exigían que no cejara y lo habrían reprobado con todo tipo de improperios si no hubiera seguido poniendo la cara para que se la rompieran. Y así hasta doce asaltos sin parar de recibir golpes. El Potro acabó el combate con la muñeca destrozada y dos costillas rotas, además de una cara que daba pena. De tanto que le dieron ya ni sentía el dolor. "¡Tienes que morir ahí, Poli!", le gritaba desde el rincón Ricardo Sánchez Atocha, su preparador y se suponía que amigo. Y sí, el Potro —que habría querido que una voz amiga dijera basta— aguantó de pie doce asaltos, doce palizas, en directo por televisión.

Nunca volvió a ser el mismo. Todavía siguió boxeando, después de una larga convalecencia para reponerse de la brutal paliza. La vida no lo trató mejor y la fortuna que ganó se evaporó entre compañías y hábitos poco recomendables. De la fama pasó a vivir en una miserable tienda de campaña en el no menos miserable poblado de chabolas de La Rosilla, en Madrid. Tenía dos tiendas, el bueno de Poli, y una la alquilaba a drogadictos. No acabó en un vertedero de milagro y, finalmente, con penas y trabajos y una titánica voluntad, salió del pozo y se rehabilitó, después de hacer de actor porno, trabajando como profesor de boxeo.

Lo cierto es que el bueno de Poli no tuvo ni tiempo de mirar atrás, inmerso en una espiral cada vez peor (cuanto peor, peor, siempre), de pensar qué habría pasado si no hubiera sido víctima de su leyenda y fanfarronería (días antes del combate chuleaba bramando que tumbaría en el octavo asalto al campeón mundial), del orgullo, de los milhombres que le exigían continuar y que no habrían dudado en tratarlo de cobarde si hubiera detenido el combate, de aquella falta de estrategia que lo llevó a estrellarse contra el muro de hormigón armado que pareció aquel julio de 1991 el tal Whitaker, de aquella incapacidad para ver más allá y jugárselo todo en una partida con estrepitosa derrota anunciada a la primera de cambio. ¿Qué habría sucedido si hubiera hecho caso a su cuerpo y a la coyuntura y no se hubiera dejado llevar por los que exigían el todo o nada dándose en el pecho despectivamente?

Tal vez habría tenido una segunda oportunidad que habría aprovechado mejor consciente de su fortaleza, pero sobre todo de sus debilidades, de cómo prepararse mejor para asaltar el cetro mundial con posibilidades de ganar y no protagonizar una derrota tan épica como desastrosa.

En la vida, quien no sabe detenerse a tiempo para afrontar un reto en más y mejores condiciones camina siempre hacia un pozo sin fondo. A menudo, los que saben esperar su momento ganan. Aunque tengan que aguantar la impaciencia de la buena gente, la impotencia de muchos y las astracanadas de los valientes de turno. Por el contrario, los que se precipitan, rehenes de la prisa y el griterío atronador, pierden.