Pol Serena es uno de tantos jóvenes, de entre centenares de miles de personas, que se movilizaron contra la sentencia a los presos del 1 de octubre. Era un 29 de febrero de 2019, convocatoria de huelga general de la Intersindical. Hasta aquí todo entra dentro de la normalidad. O no.

De repente, el 21 de junio del mismo año, una unidad de la policía catalana entró en su casa (de sus padres) sin previo aviso. Lo detuvieron y se lo llevaron a la comisaría. Al día siguiente lo soltaron. Un mal rato que no era menor. Pero si hubiera quedado en aquella visita intempestiva y el posterior paso por dependencias policiales, todavía. De aquel atestado se ha derivado ahora una petición fiscal de ocho años de prisión y un juicio inminente. ¡Ocho años! Cuatro por desórdenes públicos y cuatro más por un clásico, el genérico atentado a la autoridad.

Es difícil de digerir y de entender que el mismo gobierno que llamaba a movilizarse, que empujaba con un lacónico "apretad", fuera ni más ni menos que el mismo del cual cuelga la policía que llevó a cabo la investigación policial que hizo que Pol fuera detenido y que ahora tenga que afrontar una petición fiscal de ocho años de prisión. Porque en este supuesto no estamos sólo ante una policía judicial, estamos ante una investigación que llevan a cabo de oficio desde el mismo cuerpo policial. Y que concluye ahora con un juicio que amenaza el futuro de un joven en la flor de la vida que se quiso manifestar para protestar ante una clamorosa injusticia.

Todo lo referente al orden público y a su mantenimiento es complejo de gestionar cuando el sentido de estado es débil o cuando la influencia de una tradición libertaria empapa parte del país

Le viene trabajo al conseller de Interior, Joan Ignasi Elena. Probablemente nada que no supiera el día que aceptó hacerse cargo del orden público del país. Porque cabe recordar que las competencias de orden público están transferidas y las ejerce soberanamente, en el marco competencial autonómico, la Policia de Catalunya, la misma que el 1 de octubre tuvo una actitud que roza la ejemplaridad con respecto al mantenimiento del orden público y a preservar la convivencia. Cualquier comparación es odiosa. Pero entre aquello que vimos hacer a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado y los Mossos d'Esquadra, por lo menos aquel día, hay un abismo.

Es obvio que el orden público es uno de los ámbitos de soberanía y competencia de cualquier estado. Y que las competencias se tienen que ejercer. Tanto si son placenteras como molestas o incómodas. De hecho, uno de los motivos peregrinos que se esgrimió para renunciar a la batalla de la recaudación de tributos en el marco autonómico fue precisamente que esta era una gestión impopular. Y así estamos. De aquí el absurdo, entre otros, de plantear renunciar a las competencias de orden público para devolverlas a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Para ahorrarnos, por ejemplo, imágenes como la de los antidisturbios interviniendo en un desahucio de una anciana sin recursos. Si el recurso, ante todo lo que nos incomoda, es esconder la cabeza bajo el ala y que hagan el trabajo sucio otros, no sólo hacemos dejadez de responsabilidades, asumimos nuestra nula voluntad de afrontar los problemas y su coste. La toma de decisiones, cuando no se trata de repartir gominolas, siempre es compleja y tiene unas consecuencias. Por eso es determinante, también lo sería en una República Catalana, cómo se ejerce el poder, cómo se legisla y qué tipo de país se quiere.

Todo lo referente al orden público y a su mantenimiento es complejo de gestionar cuando el sentido de estado es débil o cuando la influencia de una tradición libertaria empapa parte del país. No es casualidad que en Barcelona se la conociera como la Rosa de fuego.

Elena es un tipo sensato, experimentado y conocedor de las dificultades. Tiene delante un campo de minas. Y lo sabe. Aunque saberlo no significa hacer más sencillo un camino que se presenta tortuoso. No debe ser sencillo cuando todos los que lo han precedido no han tenido mucho éxito.

Ni será fácil, ni contentará a todo el mundo. Bastaría con que todo el mundo estuviera moderadamente insatisfecho. Elena tendrá que corregir los excesos de la Brimo, evaluar los mandos, los protocolos y actuar delante de aquellos que con un exceso de celo —en el mejor de los casos— han hecho que un joven como Pol ahora tenga por delante una amenaza de prisión tan exagerada como inverosímil. El equilibrio no es fácil. Pero más valdría un culpable en la calle que un inocente en la prisión.