Raül Romeva publicará este septiembre su tercer libro en su tercer año de cautiverio. Un libro que lleva su huella, del principio hasta el final con un sello distintivo: hambre de justicia y sed de libertad. Romeva evalúa el presente, mira al futuro y rehuye el rencor y los personalismos. Si hay algo que sobra —la autoimposición de medallas cotiza al alza— ya no es tanto vivir en el pasado y querer patrimonializar una gesta colectiva, sino vivirlo mezquinamente, reinterpretando el pasado como un héroe aislado. Romeva, por el contrario, ni acapara éxitos ni centrifuga responsabilidades.

Hace exactamente lo contrario. Su Esperança i llibertat ya era toda una declaración de intenciones, evitando a toda costa conjugar la primera persona. Pero como él no lo dice, y como la humildad cotiza a la baja, es justo que otros le reconozcan los méritos en tiempos de vanidades apostólicas. Romeva ha sobresalido cuando más prudencia y determinación hacía falta, en situaciones clave. Cuando el viento soplaba de cara. Navegar con el viento a favor siempre es más fácil. Así fue después de la declaración de independencia, cuando las horas y los días que siguieron aquel 27 de octubre, sin rumbo, parecieron más una estampida que un retroceso ordenado. Ni siquiera ninguna bandera fue arriada.

Primero, acompañando al conjunto de personas que se instalaron cerca de Perpinyà. Y en medio de la confusión (y algún histerismo), Romeva mantuvo el tono, con una actitud digna de elogio. Cuando fue la hora de pactar la reanudación de la iniciativa política en el Empordà, Romeva lo recibió con coraje. Cuando se disponía a entrar por la puerta de Palau, aquel 30 de octubre, y supo que el president se había largado la noche anterior, también mantuvo la serenidad y se ahorró cualquier reproche.

Romeva ejemplariza como nadie la síntesis del valor, la fuerza y la sensatez. Nunca habla más de la cuenta, ni pierde la fuerza por la boca, ni recurre a consignas vacías o estériles

Cuando los consellers que se habían quedado en Catalunya pactaron reanudar el rumbo actuando como Govern, con el estado mayor intentando retomar la unidad estratégica, Romeva verbalizó serenamente que si el precio era la prisión, él lo asumía. Y adelante con lo que fuera.

Cuando se planteó la investidura de Jordi Turull, los abogados advirtieron de que aquella decisión precipitaría una nueva orden de prisión. Romeva, en libertad condicional, no vaciló ni un momento y asumió con seguridad que iría a la prisión para hacer a Turull president.

En las prisiones, se ha distinguido por la capacidad de adaptación y de tejer complicidades con los internos, con los presos comunes. Y como Forcadell o Bassa, ha sido ejemplar adaptándose a las circunstancias y al nuevo entorno, ayudando a los otros presos.

Romeva ejemplariza como nadie la síntesis del valor, la fuerza y la sensatez. Nunca habla más de la cuenta, ni pierde la fuerza por la boca, ni recurre a consignas vacías o estériles, ni ha hecho nunca ningún reproche a un compañero de viaje. No ha confundido nunca al adversario y ha aguantado estoicamente las embestidas del enemigo y las recurrentes astracanadas de las filas más encendidas.

Ahora ha ganado un premio de ensayo por Ubuntu, que es un magisterio sobre cómo afrontar el futuro político del país, sobre cómo relacionarse con propios y extraños. Quizás no es un libro fácil y obviamente ofrece respuestas complejas. Pero siempre didácticas y claras, sin vender motos, mientras hace un ejercicio de realismo sobre la diversidad del país y de cómo transformarla en positivo ante el reto inmenso de sumar una mayoría social y política. Siempre preciso, académico, optimista y riguroso. Una combinación poco habitual. En su día ya advirtió de que los reconocimientos internacionales estaban verdes, pero que si, aun así, la decisión era salir adelante, él estaría ahí.

Y sigue estando, con la esperanza intacta y un compromiso contagioso.