En verano de 2017 tuvo lugar un debate muy trascendente dentro del llamado estado mayor del referéndum: qué hacer frente la actitud de Ada Colau, que arrastraba los pies delante del 1 de Octubre. La alcaldesa tenía pánico a salir perjudicada ante la previsible reacción del Estado, mientras convivía con una pulsión interna profundamente conservadora, más próxima a la actitud de Coscubiela en el Parlamento, generosamente ovacionada por la derecha, que a la determinación imprescindible inherente a la izquierda transformadora. Colau tenía miedo, un miedo legítimo, por otro lado. En mediados de julio el gobierno del 1-O ya había tenido que provocar una crisis de gobierno —que todavía se quedó corto— para abordar con garantías el referéndum.

En aquel debate sobre el papel del Ayuntamiento y la alcaldesa de la capital, hubo dos posturas. La primera, denunciar la tibieza de la alcaldesa, que no fue mejor que los consellers que habían sido cesados. La segunda, ser pragmáticos y pasar por alto el nulo compromiso del Ayuntamiento a la hora de facilitar la logística en Barcelona, priorizando ver a la alcaldesa votar y mostrando así su apoyo al referéndum. Era fundamental ver a la primera autoridad de la ciudad llamando a participar y votando. El pragmatismo se impuso, muchos tragaron saliva. Seguramente era la única actitud posible para que saliera bien el referéndum en la ciudad. Aunque después la Policía y la Guardia Civil se encargaron de animar la jornada repartiendo estopa a diestro y siniestro.

La cuestión es qué actitud hay que tener ahora si Colau consuma el asalto a la alcaldía con la bendición de la derecha extrema y el PSC, si consuma un acuerdo que solo responde a la voluntad decidida de impedir que un republicano sea alcalde de la capital del país. No hay ninguna propuesta de ciudad, no hay nada más que la codicia de la alcaldesa para retener la silla. No es que Colau haya pactado nada concreto con el PSC y Ciudadanos. Al menos no en positivo. El que sí ha pactado tácitamente, o tal vez explícitamente en algún oscuro despacho, es de facto un cordón sanitario contra el independentismo y específicamente contra ERC. La cuestión no es menor.

Un pacto de esta naturaleza para la alcaldía de Barcelona es obvio que no casa ni poco ni mucho con una izquierda que se llama transformadora

Hasta la fecha, Colau pasaba por equidistante. Adrede. Se situaba en tierra de nadie o eso quería proyectar. Específicamente Òmnium Cultural había mimado y festejado, como apuesta estratégica, el mundo de los comunes y había establecido puentes, buscando espacios de colaboración. En el ámbito político también lo había hecho ERC de manera clara, diáfana en algunos casos, mientras otras pulsiones del independentismo mantenían exactamente la actitud contraria, apostando por una política de frentes, de bloques, ferozmente correspondida por el bloque más españolista.

Aquel verano de 2017 en el seno del independentismo se impuso la tesis más cerebral delante de la más estomacal. Cabeza fría y corazón caliente, que siempre es una buena receta. Entonces, además, había un bien muy superior a preservar, el 1-O. Y era mejor aceptar que Colau se lavara las manos con el referéndum, pero se hiciera una foto votando, más que abrir otro frente que todavía haría más difícil el reto mayúsculo que era aquel referéndum. Así se entendió y bajo esta premisa se actuó.

Probablemente ahora, cuando ver a Valls decidiendo la alcaldía de Barcelona hace revolver el estómago, la posibilidad de cambiar el orden de los factores, cabeza fría y corazón caliente, es tentadora. Ahora bien, tal vez también es una oportunidad para clarificar posiciones. Un pacto de esta naturaleza para la alcaldía de Barcelona es obvio que no casa ni poco ni mucho con una izquierda que se llama transformadora. Sin embargo, el resultado de Colau no se explica sin haber retenido votos republicanos e independentistas. Tal vez Colau, en la próxima contienda electoral, tendrá que hacer como Mas, cuando se vio obligado a escenificar el paso por el notario o bien tendrá que admitir abiertamente que para acceder a la alcaldía los votos de Valls son tan buenos como todos los otros.

Por otra parte, también hay que tener presente que Colau no es que repentinamente tenga una gran complicidad con la derecha xenófoba sino que se sirve de sus votos para retener la alcaldía. Desde el punto de vista más humano de Colau, este es un pacto de supervivencia personal y de codicia. Tan pronto como sea alcaldesa hará ofrecimientos a diestro y siniestro, sobre todo para tender la mano a Maragall y abrir su gobierno, pondrá más acento que nunca en políticas de progreso y bla, bla, bla. La cuestión, entonces, será qué reacción es más eficaz en clave de ciudad y de país. No será fácil olvidar que la alcaldesa de Barcelona lo es gracias a la derecha más reaccionaria de la ciudad de Barcelona. Hay inocentadas que se arrastran muchos años y esta, por su trascendencia, no se olvidará fácilmente.