La salida de Leo Messi del Barça llega dos años tarde. Cuando en Anfield Road, el Barça —con Messi en el campo— se dejó remontar una renta de 3 goles a favor por un equipo diezmado por las bajas, era el momento de hacer fuego nuevo. Todo el resto es una comedia que solo se explica por un romanticismo estéril y por la incapacidad de aprender a saberse desprender.

El Barça murió de éxito después de ganar en Berlín la última Champions ante la Juventus, final apoteósica que culminaba un triplete de ensueño de Luis Enrique. El mejor de los tripletes porque aquella Champions se ganó eliminando a los mejores equipos del momento.

Gracias a aquel triplete, Bartomeu ganó las elecciones en el Barça por goleada y Laporta se quedó con un palmo de narices. Era imposible luchar en aquellas elecciones de 2015 contra un presidente (candidato) que hacía solo unas semanas acababa de cerrar una temporada excepcional, histórica, con la quinta Champions.

Pero desde entonces el Barça de Messi no ha hecho más que arrastrarse a Europa. Escandalosamente en los últimos años. Después de la eliminación vergonzosa ante el Liverpool de 2019 vino la estrepitosa derrota —humillante— ante el Bayern de Múnich en Lisboa. 2020, 2 a 8, con Messi en el terreno de juego. Finalmente, el PSG se paseaba este 2021 en el Camp Nou ante un equipo culé que quedó retratado ante una superioridad incontestable de los de París. Todo con Messi encima del terreno de juego.

Desde 2015 que el Barça de Messi no ha hecho más que acumular fracasos en Europa. Uno detrás del otro. Creer que se puede construir un proyecto de futuro alrededor de un jugador que ya no es ni remotamente el que era es una falacia impropia de un mundo como el del fútbol que mueve unas cifras millonarias abrumadoras.

A todo este fracaso deportivo sin paliativos se tiene que sumar la quiebra económica acentuada por la pandemia. El Barça tiene una deuda real de 1.000 millones de euros, 750 de los cuales a corto plazo. Es un club literalmente arruinado. Los fichajes de Bartomeu han sido devastadores. Entre Dembélé y Coutinho suman un dispendio de más de 300 millones de euros, tirados por la borda. Peor que quemado. Porque hay que añadir las fichas millonarias que disparan la masa salarial, insostenible. Si añadimos a Griezmann, Umtiti —que sencillamente no está para jugar a fútbol— y los de casa a los que ya se les ha pasado el arroz, estamos ante un pozo sin fondo. Y estos, parece ser, no quieren marcharse ni con agua caliente. En ningún sitio les pagarán una ficha parecida.

Messi se va por voluntad propia. Cierto es que se quería quedar. Tan cierto como que quiere acabar su carrera deportiva en un equipo competitivo, para ganar la Champions y para dejar de hacer el ridículo. Y tiene todo el derecho. Faltaría más. Messi es un mito del barcelonismo, como lo han sido Kubala, Cruyff o incluso Guardiola que, por cierto, todos ellos acabaron sus trayectorias en otros equipos y eso no los hizo menos barcelonistas.

Una junta directiva competente se habría vendido a Messi después de la chapuza de Liverpool. Y la de ahora tendría que haber asumido que no se puede construir un proyecto de futuro alrededor de un jugador de 34 años que desde hace seis es protagonista destacado de ridículos vergonzosos en la Champions. El fetichismo ante la decadencia inexorable del equipo de Berlín y de su estrella no han hecho más que posponer lo inevitable y prorrogar agónicamente la continuidad de un equipo sin temple ni ánimo.

Messi y aquella generación de Ronaldinho, Eto'o, Xavi o Iniesta tocaron el cielo. Y el barcelonismo ha vivido con ellos su mejor época. Los números hablan por sí solos. Pero Liverpool fue el canto de cisne de todos aquellos éxitos. Desde entonces el Barça no ha hecho más que vivir de renta, con un equipo mediocre a peso de oro. Buen viento y buena mar.