Cuando el 3 de octubre el rey Felipe compareció para aplaudir la violencia policial contra miles de ciudadanos, renunció a la mitad de los catalanes como mínimo. El Rey no solo descuidó el papel de árbitro y moderador que le exige la españolísima Constitución. El Rey consagró una máxima del nacionalismo español y de los poderosos: el fin justifica los medios.

El rey Felipe tomó partido y dibujó dos bloques en la sociedad catalana. Uno, los suyos. El otro, el resto. Y contra los otros todo vale. La letra (la suya) con sangre (la nuestra) entra. Desde que te rompan la cabeza a porrazos a que te agredan por llevar un lazo amarillo en medio de la calle. Porque es ofensivo. Sí, mostrar solidaridad con unos representantes de la sociedad civil (escogidos en las mismas urnas que el Rey repudia y evita) es una ofensa a no se sabe exactamente qué. Quizás a la Constitución o quizás a la dignidad real. Los representantes de Ciudadanos no han dejado de pronunciar este discurso y validar en sede parlamentaria que la acción directa (tomarse la presunta justicia por la mano) es un procedimiento correcto. Pero es que incluso un ilustre ministro del PP incitaba a la violencia cuando le perdonó la vida a un diputado que llevaba un lazo amarillo. Al ministro del PP, y a todo el resto de aquel Gobierno, del Gobierno español que ordenó pegar a la gente el 1 de octubre, los ha mandado a casa, entre otros, el voto de los diputados independentistas catalanes y vascos, como un inesperado golpe seco en el cogote. Afortunadamente, el absurda posición de los que querían inhibirse en aquella moción de censura, que era tanto como salvar el cuello a Rajoy y sus secuaces, decayó.

El problema del orden constitucional español, uno de ellos, es que el rey Felipe no solo renunció a moderar, sino que se situó a la derecha del PP. Si no hubiera sido por la miserable intervención televisada del Rey, el 3 de octubre, el PSOE no se habría acobardado tanto as usual y habría sacado adelante la moción que anunció para reprobar a Soraya Sáenz de Santamaría por los hechos del 1 de octubre. Ante el discurso visceral del Rey, el presidente Puigdemont pronunció aquel día un discurso conciliador, extendiendo la mano y llamando al diálogo. Qué contraste. Lo que ya no se gestionó con astucia fue la victoria democrática absoluta del 1 y el 3 de octubre. El independentismo había ganado por goleada una batalla al Estado, la primera. Pero no la guerra, si utilizamos símiles bélicos. En la historia de España, el recurso cobarde del Estado a la violencia contra la población civil es una constante. Las dos últimas dictaduras son precisamente eso. Y este Rey es el hijo legítimo del último régimen dictatorial. Lleva en la sangre la violencia armada contra los ciudadanos, contra sus súbditos. Es sobre esta violencia que los Borbones han legitimado el trono.

El Rey, a la derecha del PP como otras instituciones del Estado, ha adoptado el mantra aznarista de fracturar la sociedad catalana en dos bloques. Es incomprensible que el sector más nacionalista del independentismo compre esta estrategia que pretende ahora vampirizar todo el soberanismo y apostar por una política de bloques. Cuando discurrimos por este camino es obvio que renunciamos a una victoria democrática de país. En todo caso, nos adentramos en otro terreno, el de la lucha por la hegemonía política dentro de bloques. Y esta es una derivada muy visible en las redes y auspiciada por sectores políticos y mediáticos de aquí. El embate que plantean no es para ganar el país, es una victoria parcial dentro de bloques. El adversario está dentro del bloque. Incluso, en una estrategia de país demencial y perdedora, se pretende cortar toda complicidad con los planteamientos equidistantes, lo que a veces quiere representar el mundo de los comuns. Cabe decir que esta pretensión equidistante, en el fondo, también es la pretensión de sacar rédito a los bloques y la aceptación tácita de estos bloques por parte de los comuns. Los frentes nacionalistas, los bloques, son la victoria del Rey y de Aznar. El independentismo irascible, colérico, permanentemente airado, identitario, que huye adelante y que inventa jugadas maestras, acaba por ser el mejor aliado del nacionalismo español. Y cuanto más sólidos son los bloques, más herméticos y menos porosos.

Algunos se sorprenden de lo que ha pasado en Tarragona en la inauguración de los Juegos Mediterráneos, con los silbidos al president Torra. Y debe de ser cierto que se preparó el terreno para ofrecer una determinada imagen. Pero tampoco se puede olvidar que en la ciudad de Tarragona, por ejemplo, gobierna el PSC cómodamente y que en las últimas elecciones ganó Ciudadanos. Y no por poco. Ciudadanos casi dobló a ERC, segunda fuerza el 21 de diciembre. A Ciudadanos lo votó la ciudadanía tarraconense. Lo que nos tendríamos que preguntar es cómo puede ser que un 35 por ciento de los tarraconenses votaran a una formación falangista que ha aplaudido la violencia. ¿Es que todos estos millares de compatriotas están a favor de que se pegue a la gente? Estoy convencido de que no. Son nuestros vecinos, catalanes también. Y es también con ellos que tenemos que construir el futuro, la república. Ahora bien, cuando se construye el futuro a base de bloques y frentes nacionalistas, con una gesticulación identitaria constante, cuando se proyecta un país en clave nacionalista, obtenemos una respuesta a la defensiva, visceral, un repliegue. El embate al Estado, si queremos ganar y no obtener una derrota épica, tiene que ser en clave democrática, que es justamente donde el frente judicial de los exiliados ha conseguido poner al Estado español contra las cuerdas. Gracias, al mismo tiempo, a unos presos políticos que con su sacrificio están dejando al descubierto la miseria democrática del Reino de España.