Hace un tiempo, la edición andaluza de El Mundo publicó un artículo en que literalmente se responsabilizaba a los catalanes de haber matado a Jesús. No era ninguna broma, sino un artículo en que con una elucubración historicista se señalaba a los catalanes como responsables. Y se quedaron tan anchos. Todo para denigrarlos, poniéndolos en la diana, con la insidia que durante siglos había sido la peor acusación en el mundo cristiano: el deicidio. Puro antisemitismo pero ahora intercambiando a judíos por catalanes. Precisamente, el escritor escocés John Carlin —a quien echaron de El País por haberse atrevido a criticar la violencia del Estado el 1 de octubre— me decía hace unas semanas que los catalanes hemos sustituido a los judíos de la España medieval en el siglo XXI.

El odio xenófobo, enfermizo, visceral, que predica El Mundo desde hace años —para echarnos a los pies de los caballos-—no es nuevo, y por si fuera poco es sobradamente compartido por la prensa madrileña; tanto, que los últimos años El País ha descollado con luz propia en competición con El Mundo para ver quién la decía más gorda. Tal como hacen Cs y el PP, y ahora Vox, en una especie de carrera frenética para ver a quién desprecia más a los catalanes y quién criminaliza más al movimiento republicano y el independentismo, quién es más duro en sus amenazas. Aquel artículo de El Mundo no era un exabrupto aislado, sino una burrada más en el marco de una campaña de intoxicación, la antesala que debía crear el clima para justificar medidas extraordinarias contra Catalunya, como el 155 o el encarcelamiento del Govern de la Generalitat y la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, circunstancia insólita en Europa.

En Extremadura se hizo famoso un presidente, del PSOE, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, que se significó por defender a Extremadura cargando un día sí y otro también contra Catalunya. Tanto odio solo puede nacer de un sustrato latente, de un odio ciego, como el que sufrieron los judíos, como cuando el ínclito Ibarra dijo lo de "Hay cantidad de partidos nacionalistas que no representan a la ciudadanía, sino que tienen como objetivo traficar con sus votos beneficios económicos para sus territorios". Está dicho que en el país de los ciegos el tuerto es el rey. Ibarra se jubiló de presidente, pero de ninguna manera dimitió de flagelo anticatalán. Aquí, su resumen de la violencia del 1 de octubre: "Fue a consecuencia de la traición de los Mossos". La obligación de los Mossos era zurrar a los votantes, este era el plan diseñado por el gobierno español. Como no fue así, se enrabiaron como nunca.

"Mi guerra verdadera es contra los judíos [...] los judíos han sido abandonados por Dios y para el crimen de este deicidio no hay ninguna expiación posible", decía Juan Crisóstomo, uno de los padres doctrinales de la Iglesia. La semilla del odio estaba sembrada. Y durante años y años insistieron. Tanto, que ser judío se convirtió en lo peor de la condición humana. Probablemente, por eso también las cruzadas a Tierra Santa, ¡Dios lo quiere!, fueron sobre todo un camino sangriento, que a veces ni llegó a Jerusalén, con los judíos como cabeza de turco. El pueblo vivía miserablemente y descargaba toda su impotencia y frustración, las penas y desgracias, la desdicha, sobre la cabeza de los judíos.

Deberíamos pensar en todo ello cuando oímos todas las diatribas incendiarias de los dirigentes extremeños y andaluces o las arengas xenófobas de Pepito Borrell, quien como los cristianos conversos profesa una fe incendiaria, con su verbo abyecto y sus escupitajos imaginarios fruto de una mente corrompida por el odio y la pasta de su oscuro paso por el Ibex. O cuándo oímos al franquista Casado, que quiere gobernar España y no tiene otro programa electoral que el insulto y la amenaza contra Catalunya. O el falangista de Ciudadanos, que miente en todo trapo para incitar al odio, buscando descaradamente provocar violencia en su ausencia. O ahora sus socios de Vox, blandiendo la bandera española con furia como único argumento.