Joan Tardà es irrepetible. Con Gabriel Rufián forma una de las mejores parejas que se han visto en el Congreso de los Diputados. Inseparables en Polònia, sencillamente porque funcionan, son los dos grandes artilleros del frente de Madrid. El jueves pasado, en el Congreso, en el debate de la moción de censura al PP de Rajoy, Tardà hizo una exhibición de oratoria y dialéctica, un memorial de agravios demoledor. Excepcional. Una más de sus muchas intervenciones. El reconocimiento le ha llegado tardío, a Tardà. No hace tantos años lo despreciaban, aquí y allí, lo trataban de paleto indocumentado. En los últimos meses, no obstante, ha sufrido un linchamiento despiadado. No por los ultras de allí, sino por los milhombres de aquí.

Joan Tardà ha sido uno de los principales chivos expiatorios de la frustración que acompaña a parte del independentismo y de su expresión más tabernaria y nacionalista. En Madrid tienen la caverna, aquí nosotros tenemos la taberna. Tardà, profesor y nacido en Cornellà, comunista y exmilitante del PSUC de finales de los setenta, es de los independentistas que siempre han vinculado la justicia social y el proyecto independentista.

La cantidad miserable de insultos y descalificaciones que se ha llevado en los últimos meses es un triste reflejo de la carcoma que sufre el independentismo, minoritario pero absolutamente contraproducente, la expresión más castiza de un movimiento que a la fuerza debe tener vocación de mayoría y ser inclusivo. Y que tiene en este submundo una narrativa de gorilas histéricos que predican, con absoluta inconsciencia, "el pocos y puros", y que parecen dispuestos a hacernos escribir la crónica de una derrota épica, un Murieron con las botas puestas. Son una emulación cómica del "que nos dejen actuar", una parodia de aquellos exaltados que parecía que pedían carta blanca para salir a reventar cabezas.

Joan Tardà ha estado siempre ahí, cuando éramos cuatro gatos y ahora que somos millones. No se rindió nunca cuando éramos cuatro; lo tienen claro nuestros exaltados si creen que ahora bajará los brazos por más insultos y críticas chapuceras que reciba. "Hay que decir la verdad a la gente por difícil que sea", me decía cuando le cayó un varapalo por un artículo que escribió en El Periódico. Tardà ha dicho lo que muchos no se han atrevido a decir, es de los que han sido capaces de verbalizar un diagnóstico serio de la realidad, ante la irresponsabilidad de dirigentes políticos que alimentaban la ficción. Tardà es el que le ha dicho a la taberna, a las cuatro de la madrugada, "basta de birras", mientras otros gritaban "barra libre". Para decretar la ley seca cuando la fiesta ha llegado al cenit se tiene que tener coraje y estar hecho de una pasta especial: actitud, autoridad moral, convicción y una valentía que no se predica de madrugada.

Joan Tardà, el Tiet, apelativo cariñoso con el que lo designan algunos amigos, es exactamente el tío que todo el mundo querría tener, el del Boomerang de Manel. Bondadoso, leal y un gigante que se hace querer. El independentismo, el movimiento republicano, tiene la suerte de poder andar sobre los hombros de gigantes como Joan Tardà. Es el faro en la tormenta, el fuego en la chimenea cuando hace frío, quien te acompaña cuando te sientes solo, el hombro donde apoyarte cuando te flaquean las piernas, quien te ilumina cuando oscurece. Podemos prescindir de los pretenciosos que quieren hacer su agosto sobre el sacrificio ajeno, pero no de amigos generosos y de una rectitud ejemplar como Joan Tardà. Personas imprescindibles no las hay, pero si las hubiera, el Tiet sería una de ellas. Si no existiera, nos lo tendríamos que inventar.