Hace tiempo que la ideología devora la izquierda. El uso y abuso de una ortodoxia académica que abandona a las clases medias ―y de manera diáfana, a los más humildes― es tan devastadora como ineficaz. "Un disparate, una fantasía propia del intelectual que tiene un puesto de trabajo asegurado en alguna universidad y de sus ingenuos lectores", nos dice con relación a algunos "alegatos de la izquierda anticapitalista".

El autor de la frase es el economista Miquel Puig en el último capítulo de Els salaris de la ira, un libro que desborda lucidez y que es atrevido ―y, por lo tanto, valiente― por encima de todo. Puig desmonta magistralmente el tópico de la proporcionalidad entre salarios y productividad, que es el tema del libro, para lanzar una clara advertencia: "El empobrecimiento de muchos amenaza la democracia de todos", que es la consecuencia directa de unos salarios que pierden capacidad adquisitiva desde hace muchos años a pesar del incremento sostenido de la productividad.

Pero la crítica de Puig podría ser extensiva ―y de hecho lo es― al conjunto de la izquierda que se pierde en una retórica hiperideologizada y que habla de revoluciones, entre otras grandilocuencias, con una distancia sideral entre las proclamas y los hechos. Cita a Sánchez-Cuenca cuando reflexiona sobre la oferta política de las nuevas corrientes de la izquierda, sorprendido cuando lo que proponen no tiene nada de revolucionario, "sino que incluso puede sonar nostálgico". Y no podría ser de otra manera, porque lo esencial sigue siendo la sanidad universal, la escuela pública, el sistema público de pensiones o los subsidios de paro, entre otros.

La defensa de las causas nobles y altruistas es hoy, a menudo, patrimonio de una casta académica y funcionarial que no ha pisado nunca un barrio popular

Miquel Puig se atreve también a hablar del fenómeno de la inmigración sin tabúes, otro anatema de la izquierda de cualquier lugar que después se pregunta por qué motivo los barrios obreros, antaño feudos comunistas y socialistas, son hoy uno de los caladores de la extrema derecha. Hay más comunista hoy en las aulas universitarias, con trabajo blindado y tiempo para divagar, que en muchos barrios populares. La defensa de las causas nobles y altruistas es hoy, a menudo, patrimonio de una casta académica y funcionarial que no ha pisado nunca un barrio popular. Y mucho menos ha vivido en condiciones de precariedad. Siempre hay excepciones, claro está, pero son las menos.

Globalmente, para Puig, la inmigración es positiva y así lo mantiene el mismo Banco Mundial, vehemente defensor de los beneficios de la inmigración para el mundo occidental más avanzado. Denuncia las desigualdades, el empobrecimiento de las clases medias y la multiplicación de los beneficios y riqueza de los más ricos ante el resto de ciudadanos mientras reivindica la equidad. Puig proclama que "el enemigo principal de la equidad es [...] el consenso firme e insensato para ignorar la relación entre abundancia de trabajadores y bajos salarios, una fantasía que comparten los neoliberales del mercado infalible y la izquierda del papeles para todo el mundo". La carga contra los teóricos del milagroso mercado tampoco es menor y lo ejemplariza cuando dice que "el mercado retribuya mucho mejor a una financiera que a una enfermera no es justo ni eficiente".

Puig se atreve a explicar, con datos en la mano, que la principal damnificada de una inmigración desbordada es la mano de obra menos cualificada y la más beneficiada, los empresarios que ofrecen trabajo mal remunerado o clases acomodadas que pueden emplear a personas para el cuidado y atención de familiares, por ejemplo, a un coste mínimo. Por eso también reclama y denuncia el estancamiento de los salarios. Son las personas con trabajos menos cualificados, explica Puig, las que compiten laboralmente con la inmigración y "eso explica que la nueva derecha tenga mucho más éxito que la izquierda entre los trabajadores poco cualificados". También explica sin prejuicios de ningún tipo que el mercado laboral paga mejor cuando la mano de obra escasea, una regla inmutable a lo largo de los siglos. Si los trabajadores menos cualificados son los verdaderos perjudicados por la inmigración, a qué esperamos para compensarlos, se pregunta Puig, que añade que sería una vía para desactivar el rechazo a la inmigración.

Decía Joan Fuster, ahora que se conmemora el centenario de su nacimiento, que "un libro que no hace pensar no es un libro: es un barbitúrico, una caricia o un chicle". Si a alguna cosa invita Els salaris de la ira de Miquel Puig es precisamente a atreverse a pensar y reflexionar huyendo de dogmas manidos o no. No hay que compartir todo lo que dice para valorar un libro como el de Puig. Su valor es su carácter transgresor, con reflexiones vitales encadenadas, una brillante reflexión poco conciliadora con los dogmas de la derecha liberal o de la izquierda de los buenos propósitos.