Sólo un rey catalán ha muerto en el campo de batalla. Pedro el Católico, padre biológico de Jaime I, porque de padre no ejerció nunca. La muerte ocurrió en Muret, cuando los reyes catalanes eran casi dueños de Occitania, en manos de las tropas del conde francés Simón de Montfort, aliado del papa de Roma, que se desplazó a Muret en inferioridad numérica ante el ejército aliado del conde de Barcelona y rey de Aragón.

El rey Pedro era un hombre joven y ambicioso, héroe de la batalla de las Navas de Tolosa, protagonista de una gran victoria sobre los musulmanes, un episodio que probablemente lo colmó de arrogancia y temeridad. El rey Pedro determinó el curso de aquella batalla que significó el punto de inflexión definitivo en los equilibrios de poder entre los cristianos y el mundo musulmán. Corría el 1212, Pedro tenía 38 años, y fue como el inicio de una segunda juventud, harto como estaba de su esposa María de Montpellier de quien no había conseguido divorciarse a pesar del interés que puso. Con todo, todavía tuvo un hijo, Jaime I. La leyenda dice que lo tuvieron que engañar para encamarse de nuevo con la pobre María para concebir al futuro rey Jaime, un varón que garantizara la continuidad dinástica. Asunto que no era menor. Años después, así nos fue con la muerte de Martín el Joven, único hijo de Martín el Humano. Al rey Pedro le gustaban mucho las mujeres, excepto la suya. El papa le impidió el divorcio y eso que Pedro I, como después también Jaime I, se ofreció incluso para liderar una nueva cruzada a Tierra Santa.

El ímpetu, picarse el pecho vociferando, empujado por la arrogancia, que no es más que un sinónimo de soberbia, son el camino más corto para estamparse

Según explica el rey Jaime, en el Llibre dels fets, el rey Pedro, su padre, afrontó la batalla de Muret después de una movida noche en compañía femenina, tan gloriosa debió ser la noche que justo antes de la batalla, cuando el rey comulgaba de buena mañana, no se aguantaba de pie. Y es que superado el episodio de las Navas de Tolosa, en plena cruzada contra los almohades musulmanes, las tierras occitanas también vivían un episodio de enfrentamiento, de guerra civil entre cristianos, católicos y cátaros, estos con gran implantación y predicamento en aquellas tierras. Y es que aquel desdichado día, 12 o 13 de septiembre de 1213, Pedro I, el Católico, después de una noche salvaje con alguna o algunas jóvenes de la región que se hizo traer, según las fuentes, llegó al campo de batalla exhausto pero inflado como un pavo, dispuesto a cabalgar de nuevo encima de quien fuera.

No quiso escuchar los consejos más conservadores de sus aliados occitanos, ni siquiera quiso esperar la llegada de gran parte de sus tropas, no tomó ninguna precaución, despreció a sus adversarios acampando en campo abierto y sin fortificar su posición. Los hombres del sanguinario Simón de Montfort lo sorprendieron, aprovecharon su absoluta falta de prudencia. Los franceses asaltaron el campamento de las tropas reales catalanas, localizaron al rey que todavía exhibía las plumas y lo mataron apenas iniciada la batalla. Fue uno visto y no visto, al que sucedió una retirada en desbandada.

Los franceses, que además tenían al infante Jaime, tuvieron vía libre para asaltar todas los bastiones cátaros y someter Occitania a Francia, sin piedad. Tanto fue así que cuentan que Simón de Montfort volvió a hacer de las suyas, tal como ya había hecho cuando entró en Besiérs, uno de los epicentros del mundo cátaro, como una apisonadora. Lo arrasó todo, sin hacer distinciones, ni entre hombres ni mujeres, ni entre herejes o católicos. Cuando le preguntaron al conde francés cómo distinguió a buenos católicos de los herejes cátaros, que poblaban por igual Besiérs, Montfort se limitó a decir que él había hecho el trabajo en nombre de Nuestro Señor y que todos aquellos que poblaban la ciudad fueron pasados igual por el filo de espada y enviados ante Nuestro Señor que en su infinita sabiduría ya sabría distinguir a los buenos de los malos.

El resultado de la arrogancia del insensato rey Pedro fue una estrepitosa derrota, condenar el futuro de Occitania, liquidar la poderosa influencia catalana en estas tierras y un regalo espléndido al rey de Francia. Qué habría ocurrido y cómo habría cambiado la historia sin este episodio nunca no lo sabremos. Pero es una lección de vida. El ímpetu, el picarse el pecho vociferando, empujado por la arrogancia, que no es más que un sinónimo de soberbia ―el peor de los pecados capitales segundos Dante―, son el camino más corto para estamparse. La potencia sin moderación siempre ha sido una mala consejera.