No es fácil para un espacio político heredero de una hegemonía tradicional aceptar haber perdido. Después de cuarenta años, la derrota del 14-F escuece. Poco se lo esperaba la candidata efectiva cuando proclamó, en el tramo final de campaña, en el último suspiro, que las elecciones eran en realidad un plebiscito entre juntaires y republicanos. Tan ufana y tan soberbia, este es el titular con el que la flamante presidenta del Parlament autonómico quiso sentenciar las elecciones. No se puede decir que saliera airosa, más bien escaldada, y ya es la tercera vez que se estrella.

El proceso de digestión es agrio, como se está viendo en la cascada de reacciones. La primera, la noche electoral. Caras largas con sonrisas impostadas. Enseguida quisieron dar la vuelta a la sacudida con tecnicismos y en vez de admitir que habían perdido el "plebiscito", hablaron de un empate técnico, una vía de escape para no admitir la derrota. No hablaron de empate técnico la noche del 21 de diciembre del 2017. Todo lo contrario, celebraron una gran victoria. Y lo fue. La promesa de retorno y el impacto emocional fueron fulminantes.

Si en 2017 los juntaires ganaron por poco más de 12.000 votos —y nadie discutió su victoria—, el 14 de febrero de 2021 perdieron por 35.000. El triple. Una diferencia más significativa todavía en porcentaje. Los juntaires ganaron por menos de tres décimas en 2017. En 2021 se intercambiaron los resultados y han perdido por cerca de 13, el cuádruple. ¿Aquello que en 2017 fue recibido como una brillante victoria ha mutado en 2021 en "empate técnico"?

Hace escasos días, Borràs era escogida presidenta del Parlament. Sin el apoyo de los cupaires, un detalle que no es menor. Sólo la votaron sus 32 diputados y los 33 republicanos. La primera intervención, en la puesta de largo parlamentaria, evidenció el amargo resultado que como un mal trago hizo que brotara el ardor de estómago acumulado. Ni la investidura la había apaciguado.

Las razones para torpedear la investidura no son esencialmente políticas, ni estratégicas, son psicológicas, viscerales y partidistas hasta el paroxismo

Los juntaires necesitan tiempo, en el mejor de los casos, para digerir una noche indigesta. Es comprensible. Si no es que la tentación es otra: impedir por encima de todo que prospere la investidura de un president que, por primera vez, no sería de continuidad. Los republicanos invistieron a Mas en 2012, a Puigdemont en 2015 y a Torra en 2018. Además de votar a Jordi Turull. En esta nueva legislatura han hecho ya posible que Laura Borràs sea la presidenta, pagando por avanzado, sin ninguna otra contrapartida que dar confianza.

Quedan cinco días para hacer posible una investidura en primera instancia. Tiempo suficiente. Nada estará perdido si el viernes no se resuelve, más allá de dar oxígeno al PSC de Illa y de seguir proyectando inestabilidad y confusión. Pero acentuará la desconfianza y el nerviosismo. Ensanchará la grieta. Y pondrá todavía más en evidencia que mientras es posible regalar la tercera institución del país a la presidenta del PSC sin ni siquiera el mínimo gesto, mientras se la mantiene incondicionalmente al frente de la institución a pesar de las crecientes sombras, mientras se mantiene una estrategia de deliberada sociovergencia en toda la región metropolitana, mientras se arremete con virulencia contra un Govern del 3 de octubre, se veta visceralmente toda alternancia en el Govern de la Generalitat.

Las razones para torpedear la investidura no son esencialmente políticas, ni estratégicas, son psicológicas, viscerales y partidistas hasta el paroxismo. No es que no se entiendan con los republicanos, es que no se entienden con nadie.

La estrategia republicana la definieron de manera diáfana, sobria, Oriol Junqueras y Marta Rovira en Tornarem a vèncer. Y en Com ho farem. Y lo ha analizado y explicado de sobras y pedagógicamente Raül Romeva en Ubuntu y en Esperança i llibertat. Nada que ver con la literatura victimista y de memorial de agravios que emerge por oposición y que no sólo no hace ningún tipo de propuesta estratégica sino que se recrea en los desacuerdos y desavenencias. Y así no se va a ningún lado, ni se genera ningún tipo de confianza, ni se facilita ningún tipo de consenso.

El país necesita un Govern cuanto antes mejor ante unas circunstancias que si ahora son adversas, sólo son la punta del iceberg de lo que está por venir. No hacer gobierno no ayuda en nada. Todo lo contrario. Y por supuesto, tampoco ayuda a consensuar ninguna estrategia, estrategia que ahora algunos pretenden hacer ver que quieren resolver de una tacada, como pretexto para impedir la formación de gobierno, queriendo clarificar ahora todo aquello que no han resuelto en los últimos años presidiendo la Generalitat o el Consell per la República. E ignorando que una estrategia (ni que tuvieran una) no se impone, se debate y se consensúa.