El desencanto y la desorientación estratégica del independentismo no justifican la gesticulación grandilocuente ni la constante improvisación que destilan los discursos de algunos responsables políticos, ni ayudan a resolverlos. La frustración y la impotencia, que se palpan en algunos ambientes, son la consecuencia directa de un anhelo que choca con una realidad durísima, una circunstancia que favorece la proliferación de iniciativas a troche y moche que invocan una realidad paralela, a veces únicamente virtual, de deseos y aspiraciones. Y este es el terreno abonado para la aparición de brujos que prometen tener la poción mágica con que salir del callejón sin salida. Ya es sabido, como dicen en el Ebro, que en río turbio ganancia de anguilas.

Ahora bien, el verdadero problema —y esta es la principal responsabilidad de dirigentes políticos y sociales— está en la dificultad para consensuar una estrategia compartida. Y no ayuda a ponerle remedio que, mientras esta no llega (mientras no se es capaz de pactar cuál es la estrategia ante un Estado en permanente involución democrática y donde el Rey es el primer y principal militante de la extrema derecha), se recurra a la invocación del mantra romántico que llama a la unidad electoral como finalidad en sí misma, como si la desorientación política nos llevara a un déjà vu o por los caminos de la superstición y el fetichismo. No se resuelve un problema (¡el problema!) sorteándolo. El pretendido resultadismo electoralista, como prioridad, por delante de una estrategia política que parta de un diagnóstico riguroso y que plantee los pasos y necesidades de la apuesta política para cerrar el paso a la derecha casposa que se abre paso electoralmente en las Españas —y que tiene la complicidad del aparato del Estado— contribuye a hacer que el independentismo no consiga salir de las arenas movedizas y se asiente en un terreno sólido. Los equilibrios y mayorías, las sensibilidades, no son ni pueden ser estáticas en el seno del movimiento independentista y del conjunto del republicanismo, ni su preservación puede ser una sutil coartada. La correlación de fuerzas es mutable y secundaria y en todo movimiento democrático es imprescindible que sea así. Cada coyuntura definirá los equilibrios internos.

En buena medida hemos dejado atrás lo de Somos república o el no menos entusiasta Abrid las prisiones, con algunos latigazos todavía, para recuperar el mantra electoralista, vacío de contenido, llamando a la unidad, a menudo como arma arrojadiza contra la pluralidad política del independentismo. De hecho, esta pluralidad ha sido y es una de sus virtudes —a pesar de la complejidad que lleva aparejada— y la que también le permite una enorme transversalidad que conecta el independentismo con una parte del país que, no siendo independentista, sí acepta que el futuro político del país lo tienen que decidir los catalanes. El mantra vuelve incluso a la contienda electoral en la capital del país, con la paradoja nada inocente que lleva a dibujar, cada vez con mayor nitidez, una cuarta lista independentista, tan legítima como en las antípodas de la idea original que la sustentaba. Pero también en otras localidades, donde la mayoría independentista es tan sólida que en ningún caso sufre ni está en cuestión en los próximos comicios, ni por casualidad.

La constante involución del Estado, el auge imparable de la extrema derecha, el Rey como líder espiritual de los ¡A por ellos!, con un PSOE que da cobertura a mentirosos compulsivos y xenófobos, salpicado por turbias operaciones crematísticas, como las de Pepito Borrell, es al mismo tiempo una oportunidad que deja un amplio terreno de juego, un inmenso espacio en que se puede fortalecer el independentismo, y el conjunto del republicanismo, para hacernos fuertes, tejiendo complicidades con una amplia mayoría política y social que existe en Catalunya y que se dejó ver el 1 de octubre, a medida que crecía la indignación por las cargas policiales, y masivamente el 3 de octubre. Es la mayoría a la que apela Òmnium cuando habla del 80 por ciento, es la mayoría estratégica a la que apela el grueso de los represaliados (de forma diáfana en privado), es la mayoría que nos permite tejer complicidades y grandes consensos, es la mayoría republicana en defensa de los derechos y libertades, es la mayoría que en el Parlament cuestiona con contundencia el régimen de la restauración borbónica del 78. Esta es y tendría que ser la prioridad, una estrategia que rehúya el romanticismo estéril y a menudo contraproducente, que con inteligencia táctica y estratégica aborde el camino hacia la creación de una República (Catalana), que rehúya las amenazas en falso (perro ladrador, poco mordedor) y las apuestas testosterónicas, una estrategia de cabeza fría y corazón caliente ante la frustración del pit i collons. Y esta es una responsabilidad que recae sobre todo en las organizaciones políticas y sociales, que deben ser capaces (combinando gobernanza, responsabilidad, audacia y movilización) de reconstruir un consenso que tiene que superar, de largo, coaliciones o candidaturas electorales, que ni pueden ser la prioridad, ni aún menos un objetivo en sí mismo. Porque, cuando esta es la prioridad, ni hablamos de mayorías de país, ni definimos ningún tipo de estrategia plausible. Es más, cuando esta es la prioridad, lo que tenemos es un pretexto interesado para no abordar el verdadero déficit estratégico, el choque con un Estado podrido y decadente que es incapaz de romper con un pasado que pesa como una losa mortuoria, granítica, de esta democracia de ínfima calidad que es España. La casa no se puede empezar por el tejado. Todo suma y toda acción provoca una reacción. La acentuada y progresiva regresión que se impone en el Estado, el papel del Rey, que por mucho que se esfuerce no puede borrar de dónde y dequién deriva su entronización (aunque la mona se vista de seda, mona se queda) y el odio xenófobo y anticatalán que destilan los liderazgos emergentes en España son un drama en sí mismos, pero también son una oportunidad. Cuando el enemigo se escora tan a la derecha deja un amplio espacio desde el que combatirlo y abre también una ventana de oportunidad. Tarde o temprano, muchos de nuestros compatriotas tendrán que escoger entre una España irreformable, casposa y monárquica y una república, que será catalana o no será porque, en un Estado regido por un rey que ha recuperado el espíritu guerracivilista y que habla como un militante de Vox, avistar cualquier cambio de profundización democrática es, más que inviable, pura superstición. Y esta, incurable.