Dicen que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo. Y debe ser así, porque mientras algunos todavía dudan de si Rivera es la estampa clásica del fascista ―es más exacto verlo como el heredero del falangismo, por como se comporta― nadie puede negar que actúa como un mentiroso compulsivo. Mintió después de plantarse en Altsasu, al más puro estilo Sáenz de Ynestrillas, a humillar a los familiares y amigos de los jóvenes a los que están robando su juventud, por una pelea de pacotilla con unos guardias civiles que querían cerrar el último bar del pueblo. En Altsasu mintió, una mentira miserable, porque mentir es su tarjeta de presentación. No consiguió lo que buscaba, un buen pitote, y decidió inventárselo como haría un mentiroso patológico. Pero el problema es Gabriel Rufián.

Rivera es la mentira, encarna la mentira y la ausencia de escrúpulos, que es lo más bajo de la condición humana. Su prosa es joseantoniana y sus iniciativas una torpe imitación de las ocurrencias de la extrema derecha franquista. Ya sea paseando un autobús, con las estampas de Junqueras y Puigdemont, atizando el odio e imitando a los integristas que en su día hacían circular un bus a favor de la discriminación sexual, o seduciendo a los sectores más ultras de la policía que exigen una recompensa por golpear a ciudadanos junto a una urna. ¿Y el problema es Gabriel Rufián?

Un personaje que sigue esta pauta envilece todo lo que toca envuelto en la misma bandera que Primo de Rivera y Francisco Franco. Pero más allá de la ideología que representa, es sobre todo, y profundamente, un cobarde; el macarra que se rodea de cinco matones mientras se pavonea a diestro y siniestro por el barrio. En Altsasu mintió y se inventó (rodeado de un ejército de policías de paisano) que le habían tirado piedras, igual que en su día se inventó todo el currículum que lucía pomposo y que después corrió a borrar. Ha mentido siempre y seguirá mintiendo. No tiene nada más, mentir, mentir y mentir abrazado a la bandera. ¿De verdad que la culpa es de Rufián?

Rufián no es el problema, sino una bendición cuando los saca de quicio y los desnuda

En el Congreso español se han pasado meses insultando las intervenciones de Tardà y Rufián, todo tolerado por la Presidencia de la Cámara, y sin que nadie se escandalizara. Los interrumpían cuando subían al atril y los insultaban repantingados desde los escaños como si estuvieran en una taberna. Pues ha sido necesario que Joan Tardà le espetara 'fascista' al mentiroso para que un grupo de hipócritas descubrieran qué pasa en el Congreso. Y ahora, escandalizados, pusieran el grito en el cielo, mientras durante meses hemos aguantado que los herederos de las dictaduras criminales de Franco y Rivera tildaran de golpistas a los hijos de los que sufrieron el golpismo. Es tan bajo y miserable, da tanto asco, que esta geste que se resiste todavía hoy a condenar el franquismo y que mira con desdén a las familias que piden recuperar la memoria histórica y poder dejar un ramo de flores a sus familiares, que todavía resulta más chocante ver la teatral rasgadura de vestiduras por si Rufiàn (o Tardà) han dicho esto o eso otro. Con todo lo que llevan aguantando y han aguantado, el debate no puede ser este. Es mezquino y de una hipocresía que tumba. ¿Pero con qué tipo de ética farisea funcionamos? ¿La prosa de Rufián es el problema, en serio?

Cuando Pepito Borrell ―que se ha mofado de Junqueras y la prisión y que al más puro estilo Rivera ha pedido desinfectar Catalunya (de independentistas) entre muchas otras perlas― se inventa un escupitajo que no ha visto nadie, plagia al falangista, el personaje abyecto que cuando no se inventa pedradas, espolea a los pelotones patrióticos de cutter y pasamontañas a limpiar las calles y plazas del país para impedir toda expresión de solidaridad hacia unos hombres y mujeres, electos, que están en la prisión sin juicio. Pepito se inventó literalmente un escupitajo, se lo inventó como el falangista se inventa currículums y pedradas, para salir del paso, porque forma parte de su imaginario retorcido, de su código de conducta habitual. El drama es que el PSOE, la izquierda española, tenga personajes tan nefastos como este, que por allí donde han pasado los ha escupido no un diputado de ERC sino el hedor a fraude, ya fuera en el Ministerio de Hacienda o en Abengoa. El problema, Rufián.

Darse cuenta de que hay bronca en el Congreso, el día que Pepito miente delante de cámara, el día que se inventa que le han escupido, cuando linchan al difamado (el republicano Jordi Salvador) y no al difamador, cuando se tolera la mentira y que el mentiroso no pida ni disculpas, evidencia la vara (¡qué cara!) de medir, el infinito cinismo de unos y la indefensión de otros. Pretender que el problema es si Gabriel Rufián (que tanto cabrea al españolismo casposo como a progres de pantalones de pana y a los chaquetas azules con carné nacionalista cuatribarrado y ahora estrellado) ha dicho no sé qué, es delirante. Subir la voz precisamente ahora por lo que ha dicho Rufián en el Congreso, cuando el silencio era la respuesta, un día tras el otro, mientras se ha insultado a diario a los diputados republicanos, no sostiene la mínima objetivación. Alzar la voz ahora por el ruido en el Congreso, mientras a un ministro se le pilla con una mentira execrable, es para hacérselo mirar. Rufián no es el problema, sino una bendición cuando los saca de quicio y los desnuda. El problema real es que los cabrea de lo lindo. Las reacciones airadas de personajes grotescos los retratan como lo que son: reaccionarios y mentirosos, uno, ministro; el otro, aspirante a presidente español. Y aquí, sí, el responsable de dejarlos en evidencia es Gabriel Rufián. ¡Por supuesto!