La teoría del "cuanto peor, mejor" ha tomado posiciones en medio del debate sobre el camino a seguir. Es una posición política que no se confiesa abiertamente. Es tan temeraria que duele decirla públicamente. Pero es la posición que predica, en privado, incluso algún portavoz parlamentario. O dirigentes civiles o predicadores en los medios de comunicación o aspirantes a caudillos de masas. Lo escribo en cursiva porque es obvio que actores políticos lo son todos. Y hay que con no pocas aspiraciones políticas, muy legítimas, claro.

La teoría del "cuanto peor, mejor" sería más o menos la siguiente y tiene ahora dos ejes: hay que llenar las prisiones y nada de formar Govern, porque contra el 155 se vive mejor. Ergo, nuevas elecciones. Esta sería la estrategia; la táctica es desplegar un enfrentamiento. Pero no contra el Estado y el PP, sino uno fratricida. Leña sin contemplaciones por tierra, mar y aire contra todo independentista que no confiese su disponibilidad a ofrecerse en sacrificio. El de los otros, sin embargo, al menos hasta ahora. La visibilidad de este ejército de talibanes es muy obvia en las redes sociales. La cantidad de descalificaciones e insultos es de tan baja estopa y categoría humana que da miedo compartir proyecto político. Sinceramente, me siento bastante más cerca de aquel funcionario de Estremera que denuncia que se están vulnerando los derechos civiles y políticos, que estamos ante una involución democrática sin precedentes, que no de los profesionales del insulto que proliferan en las últimas semanas, meses ya. Algunos son el ejemplo manifiesto de la estulticia y de la cobardía que reprochan a los otros, sin que hayan dado ningún tipo de prueba de nada que se parezca al coraje. Y, evidentemente, bramando como poseídos desde el sofá de su casa sin que les hayan tocado un pelo ni del pecho ni de los cojones que tanto se ponen en la boca. Es por la boca, que a menudo se pierde la fuerza y la razón.

El Estado se siente fuerte contra los alocados y teme, y no poco, aquellos que quieren reorganizar el movimiento y ampliarlo reorientando la lucha hacia una batalla por los derechos civiles y políticos ante la regresión democrática

Ampliar la base es pura retórica de cagados. Somos suficientes, vamos sobrados. Si no hemos derrotado al Estado es sencillamente porque algunos de los nuestros nos han traicionado o bien porque no tienen lo que se tiene que tener. Los que están en prisión también son unos cobardes, se han rendido. "Se dejó atrapar como un conejo", se pudo oír despectivamente a un secretariado de una conocida entidad contra uno de los consellers presos. Al grito de "¡autonomista!" se negó incluso el apoyo a Jordi Turull para ser investido. Al día siguiente, el juez Llanera lo enviaba a la cárcel. Igual que envió a Carme, Dolors, Josep y Raül. La vigilia de votar la investidura de Turull compartí un debate con Raül Romeva, un hombre que solo me ha demostrado una dignidad inmensa. Los abogados advertían que si Romeva y el resto votaban a Turull compraban más números para regresar a prisión. Raül (como los otros) dijo que estaba dispuesto. Solo pedía que fuera útil. No le escucharon. Raül explicitó una única desazón: le desesperaba e indignaba ver o incluso sufrir las embestidas de nuestros talibanes (incluido alguno de los gurús mediáticos del independentismo más fundamentalista) y el cuestionamiento del trabajo hecho desde Exteriors. La reunión se alargaba y recuerdo que recomendé a Raül que se fuera a cenar con su mujer e hijos. Quizás sería la última cena. Maldito augurio.

El gobierno del PP y sus jueces saben perfectamente a por quién hace falta ir y a quién hay que encerrar en prisión. Y en cambio ya les va bien que el fundamentalismo penetre en el movimiento independentista, un fundamentalismo que se aprovecha mezquinamente del debilitamiento que las embestidas de la Guardia Civil, la judicatura y el Estado han provocado a las personas y partidos que más se comprometieron y arriesgaron para hacer posible el 1 de octubre y su réplica del 3 de octubre. Aquí es donde ganamos la partida. Y este legado dibuja un antes y un después. Hacia el 1 de octubre había una conjura y bastante apoyo social. "Volem votar!" era una expresión democrática imbatible. La partida se ganó. ¡Y de qué manera! En clave democrática. Toda violencia la puso el Estado. Nosotros, la democracia. Urnas y papeletas. Lo que vino después e incluso el 27 de octubre ya es otra película. El Estado se siente fuerte contra los alocados —de hecho, todavía los querría más alocados y, a poder ser, tentados por la violencia— y teme, y no poco, aquellos que quieren reorganizar el movimiento y ampliarlo reorientando la lucha hacia una batalla por los derechos civiles y políticos ante la regresión democrática. El Estado nos quiere pocos y puros, enrabiados y, a poder ser, violentos. Los partidos del régimen nos gritan "¡golpistas!" con la misma energía con la que algunos de los nuestros pata negra nos llaman "¡autonomistas!". Es con esta vivencia que Turull, Romeva, Forcadell, Bassa y Rull entraron en prisión; los hombres, en Estremera, donde les esperaban Junqueras y un Quim Forn cada día más hartos del cortoplacismo y las astracanadas verbales.

El camino más rápido para volver al autonomismo es volver a ser una minoría ruidosa. Nos quieren en el extremo y expulsarnos del carril central. El Estado nos quiere aquí

Pues ya lo tenemos. Más compañeros y amigos en prisión. ¿Y ahora qué? Cuanto peor, peor. Siempre. Que se lo expliquen a los vascos de la izquierda abertzale, si cuanto peor, mejor. Y si eso de llenar las prisiones es parte de la solución o del problema. La frivolidad con la que se hacen determinados planteamientos o el padecimiento ajeno sobre el que se alzan determinadas consignas encendidas y a menudo despectivas da miedo. Por lo contrario, no tengamos ninguna duda: cuanto mejor, mejor. Siempre.

El camino más rápido para volver al autonomismo es ser de nuevo una minoría ruidosa. Nos quieren en el extremo y expulsarnos del carril central. Sustituir a los líderes que conectan con las clases medias y populares por unos radicalizados y en posiciones extremistas no les puede ir mejor. Y algunos de los nuestros les están haciendo el caldo grande con su gestión rabiosa de la impotencia de puertas adentro. El Estado nos quiere aquí. Como también sabe que, si el independentismo genera más complicidades y amplía el perímetro, lo tiene mal.

Si el movimiento independentista capitaliza la defensa de los derechos civiles y políticos enfrente del autoritarismo, el Estado se encontrará en apuros. Y lo saben, no tengamos ninguna duda. El camino, lento pero el único viable si lo que queremos es ganar, no es el de la confrontación interna, atizado por los planteamientos nihilistas. El camino ganador pasa imperiosamente por vertebrar una fuerza central y plural, una mayoría capaz de no dejarse doblar por la formidable alianza conservadora que trabaja incansablemente por mantener el statu quo. La única decisión humilde que podemos tomar es ser conscientes de las fortalezas y las debilidades y ofrecer un proyecto que genere los menores anticuerpos posibles. Porque tiene que ser de todos y para todos. Entonces sí podremos implementar la República, porque la mayoría del país la considerará suya. No perdamos el tiempo, sin perder el norte, sin hacer o hacernos trampas, sin andar por las nubes. Cuanto peor, Millo(r). Y cuanto mejor, mejor. Siempre ha sido así.