No es la primera vez que al conseller de Educació le piden la cabeza. En los últimos tres años esta ha sido una constante, por un motivo u otro. El último episodio ha sobrevenido con la decisión de adelantar el inicio del curso escolar, al 5 y 7 de septiembre, más en consonancia con el contexto europeo. La reacción sindical ha sido exigir la dimisión a González-Cambray y convocar cinco días (¡cinco!, es decir, una semana entera) de huelga en marzo.

Cuando no ha sido una cosa, ha sido otra. Las peticiones de dimisión se han sucedido. Primero, contra Josep Bargalló. Uno de los episodios más sorprendentes fue con la desescalada. El consejero quería que antes de acabar el curso 2019-2020 los escolares volvieran a pisar las aulas. La reacción sindical fue interponer un contencioso para impedir esta reapertura exigiendo medidas cautelares. Los padres, cuando menos algunos, estábamos atónitos. Después de meses con los niños en casa, con las escuelas cerradas, el tímido intento de reapertura era contestado urgiendo a mantener las escuelas cerradas a cal y canto. Y lo más surrealista llegó llegar meses más tarde, en enero de 2021, cuando un grupo de expertos pedían posponer el retorno a la escuela después de las vacaciones de Navidad. Afortunadamente, el conseller Bargalló no cedió a unas demandas extemporáneas que en nombre de la prudencia estaban reventando el curso académico. De hecho, como él mismo dijo en su día, el error no fue volver a las escuelas, el error (con la información que no se tenía en marzo del 2020) fue cerrarlas. La suya fue una decisión valiente. Si nada hubiera llegado a ir mal, le habrían endosado toda la responsabilidad y exigido, sin ningún tipo de duda, responsabilidades de todo tipo. Además de la dimisión, por supuesto y ya como norma habitual.

El sustituto de Bargalló, con el nuevo Govern Aragonès, fue González-Cambray, probablemente el candidato que más se lo merecía. Era el director general de Centres Públics durante la pandemia y fue el responsable del dispositivo de retorno a las clases presenciales en infantil, primaria y secundaria. Si Bargalló sostuvo como cabeza visible toda la presión que se generó, González-Cambray ejecutó la decisión en una coyuntura complicada, con los expertos (o determinados expertos) pontificando a diestro y siniestro y con los sindicatos pidiendo cabezas y advirtiendo sobre los peligros de volver a abrir las escuelas. Afortunadamente, el conseller fue directamente y desatendió las exigencias de unos y otros.

La polémica del 25% no ha merecido, ni por casualidad, una respuesta en forma de cinco días de huelga ni nada parecido

Por el medio hemos tenido —y seguimos teniendo— la polémica del 25%, impuesta por unos jueces que quieren redefinir el modelo de escuela catalana, unas resoluciones judiciales que no han merecido, ni por casualidad, una respuesta en forma de cinco días de huelga ni nada parecido. Ahora, todo ha sido anunciar que la escuela empezaría no a mediados de septiembre sino unos días antes para que los sindicatos hayan vuelto a poner el grito en el cielo. Y nuevamente a costa de la educación presencial de los escolares, que, por si todavía no han perdido bastantes clases los últimos dos años —con incontables confinamientos de por medio—, ahora lo acabaríamos de rematar con una semana menos este mes de marzo.

En fin, cuesta entender la actitud sindical, que no parece que tenga que ver con velar o garantizar una buena educación para el alumnado. Y que no se puede justificar en que no se les ha comunicado a tiempo o pactado previamente, ya que esta huelga acabará poniendo el foco en unas prerrogativas que no se dan en ningún otro ámbito y que son los largos periodos de vacaciones que no guardan proporción con el resto del sector público. Si esta huelga no es un tiro en el pie por parte de quien la convoca, poco falta.