La única buena noticia del verano es la llegada de septiembre. Antes de escribir este artículo, para certificar que hoy tocaba llenar la página, he pasado la hoja semanal de la agenda (de papel) y, al avistar la imagen del sábado (día 1), se me han humedecido los ojos. La mayor parte del vecindario celebrará la aparición de esta novena mensualidad únicamente debido a su promesa de bonanza climática: no es poco, después de esta nueva canícula existencialmente gemela a una barbacoa. La gente odia volver de nuevo a la rutina del curro. A mí, contrariamente, me salva la vida. Currar es una forma de adicción, en efecto, pero resulta la más sana de todas. Haciendo lo posible para llenar el plato de arroz, logramos disimular nuestra alergia al ocio, expresada —durante el agosto— en fotos de destinos aparentemente desconocidos y de actividades pretendidamente lúdicas que solo impostamos para llenar el tedio.

Todo ello resulta una comedia horripilante. Asumir el aburrimiento no es tarea fácil. A mí, concretamente, me supone una angustia de proporciones bélicas. A finales de julio, cuando los focos se apagan y los assignments disminuyen, el dolor de la vida sin muchas limitaciones se me hace insoportable. Primero me acostumbro a sufrir mareo y desmayo, y lo excuso todo en la estrella solar. Después voy notando cómo la podredumbre del cerebro se me apodera del alma hasta noquearme. Esto de la angustia es altamente doloroso: empieza con un leve sudor de manos y pies, después transmuta en un temblor corporal patético y todo acaba derivando en una ficción de parálisis en el brazo izquierdo. Por fortuna, los comunistas todavía no nos han prohibido las pastillas, y los tranquilizantes ayudan a llegar hasta el anochecer, justo cuando la felicidad barcelonesa se dirime en si pedimos pizza o mexicano a nuestro amigo Glovo para cenar.

Currar es una forma de adicción, en efecto, pero resulta la más sana de todas

En casa hemos normalizado estas crisis de nervios con un novecentismo admirable, y resulta notorio como uno puede estar temblando como unas castañuelas en el sofá mientras el otro se pregunta si quizás, entre tantos muebles de caoba, no nos iría bien tener alguna estantería algo más colorista. Todo esto os puede parecer horrible, pero resulta mucho más feliz que torturarnos planeando un viaje a Roma para visitar toda cuánta pinacoteca. Pero llega septiembre, afortunadamente, y el simple paso del ir haciendo nos podrá salvar del vacío existencial. Tras un año con mucho trabajo, he pedido a mis respectivos jefes que me regalen más. Importa un bledo que los textos sean mediocres y que la radio la escupa cada día peor: la existencia me pide hacer butifarras como un auténtico pueblerino obcecado. A falta de posteridad literaria, aquí lo que hace falta es llenar cuántas más páginas mejor y alargar subordinadas como si no hubiera un mañana.

Termina la angustia del verano y empieza el dolor de septiembre, que es una consuetud mucho más civilizada. Lo mejor de este mes es que me permitirá volver a simular todas las ilusiones posibles. Como el año pasado, acumularé una altísima dosis de proyectos de obras maestras literarias y pensamentales que acabarán en poco más que cuatro esbozos. Para cada una, faltaría más, compraré la correspondiente Moleskine. Por fortuna, eso de haber superado hace tiempo la cuarentena ya te evita deseos imposibles, como aprenderte de pe a pa las declinaciones alemanas o volver a exprimir los dedos de la mano izquierda como cuando me cascaba la ciaccona de Bach con la punta de la minga. Ahora, septiembre llega bajo unos parámetros mucho más accesibles: bastará con acudir regularmente al gimnasio, deborar los perfiles más largos del New Yorker y releer las obras más difíciles de Heidegger.

Solo faltan ocho días, ocho, para abandonar la angustia inalcanzable y volver a medir la tristeza feliz. Desde un ateísmo militante, ruego al cielo para que pasen muy rápido y a Netflix para que nos aumente la dosis de documentales absurdos sobre asesinos en serie y deportistas prometedores con una carrera fatalmente truncada. Dentro de unos días, todo será un poco menos terrible. Ya puestos al eterno retorno, incluso volverán las noticias y los helicópteros más perspicaces buscarán grupitos de independentistas reunidos en una esquina de Barcelona con ocasión de una nueva manifa. También podremos regresar al médico, que con tanta ilusión por el futuro no podremos permitirnos ir cortos de pastillas. No te detengas, tiempo. Avanza rápido.