Han pasado pocos días desde que los Mossos d'Esquadra recibieron la segunda denuncia por agresión sexual presentada contra el periodista Saül Gordillo, y el lector podrá comprobar fácilmente cómo existen dos sectas bien particulares de la tribu —a saber, los periodistas y la banda de secuaces de Esquerra Republicana, incluidas algunas feministas de pro— a quienes les ha cogido un repentinísimo ataque de silencio o que han decidido pasar de puntillas sobre el asunto con una quietud prácticamente conventual. Incluso la sordidez tiene matices y resulta curioso admirar como el runrún tuitero que vivimos durante el estallido de posibles abusos (como la bronca con sobada de muñeca de Francesc de Dalmases a una redactora del FAQS de TV3 o la vida faldera de Eduard Pujol, equiparada prácticamente a la voracidad sexual de Harvey Weinstein) ahora se ha teñido de una misteriosa sordina.

Estad tranquilos porque, as usual, he venido aquí para garlar cuando todos los cagados de miedo se dedican a chapar la boca y hacen como quien oye llover. Conozco sobradamente la forma de trabajar de Saül, un periodista de partido que siempre ha obrado con una sola norma ética: obedecer ciegamente la voz de su amo (se la suda que sea Esquerra, como es el caso, porque este pobre chico acabaría pintándose el alma al postor que más le pague). Cuando decía que hacía de director de Catalunya Radio —un cargo que de hecho ejercían Oriol Junqueras y Sergi Sol—, Gordillo trató a la mayoría de los profesionales de la casa como moneda de cambio del albedrío de los políticos que le sufragaban la vida. Cuando el poder, y no su incompetencia manifiesta, lo jubiló del ente público y vagaba como un homeless buscando trabajo, Junqueras lo acabó rescatando de nuevo, enchufándolo en la tele de Pedrazzoli y regalándole un digital que no lee ni dios.

He conocido a mucha gente que ha hecho carrera vendiéndose el alma al diablo y, mira por dónde, acostumbran a ser el mismo tipo de peña a quien la vida de los otros tiende a parecerles simple y pura mercancía. Si para alguna cosa tendría que servir la existencia ya lo bastante desdichada de Saül es para que los periodistas más jóvenes (y todo dios en general) entienda que trabajar de mercenario acaba resultando muy contraproducente para uno mismo y para los demás. Por este motivo, resulta muy loable y de una gran valentía que dos jóvenes periodistas hayan roto el silencio de una cadena de mando que se funda en la putrefacción y en tenerla mayor que el vecino. Aquí nadie está para repartir lecciones, y estaría bien que todos repasáramos el trato que hemos dispensado a las compañeras de trabajo durante toda nuestra vida, porque nunca es tarde para examinarnos, por dolorosas que sean las enmiendas.

Es por todo eso que no desconfío del testimonio de estas dos jóvenes periodistas que han trabajado para Gordillo en el diario Principal. No pretendo transmitir solidaridad impostada ni disfrazarme de aliade de unas compañeras que, una vez suscitado el asunto, tienen todo el derecho de exigir menos cháchara, mucha más protección y, sobre todo, poder hacer una cosa tan sencilla como trabajar o salir de fiesta con los compañeros del diario teniendo la tranquilidad de saber que el director de su medio no les acabará sobando el coño cuando vaya pasado de copas. Tampoco soy partidario de las lapidaciones públicas, y creo que el pobre interfecto en cuestión tendrá bastante con la condena que le caiga y la mirada reprobadora de todos aquellos que un día lo hicieron grande o se dedicaron a lamerle los pies. Nada es casualidad y todo este asunto, insisto, es el punto álgido de un eslabón fétido que todavía rige en muchos medios de este país.

Ya lo ves, Saül: toda la vida pensando que la secta del sacerdote te salvaría como periodista ejemplar y que siempre acabarías saliendo adelante con la nómina engordada... y pasarás a la historia como un simple sobacoños. Que así se escriba y así se haga.