No pensaba, por lo menos desde hace unos años, que diría que estaba de acuerdo con lo que Xavier Sardà decía, y eso que me había hecho reír bastante, hace algunos años. No es una toma de posición de partida y mucho menos una cuestión de manía personal; es, meramente, una falta de acuerdo conceptual que me sitúa en la lejanía —en muchos aspectos, y muchos más argumentos— del concepto de lo que significa el juego democrático. Cuestión para mí mucho más importante que si votamos —o parece, o puede ser que votamos— al mismo partido político o dónde nos situamos en el eje del nacionalismo. Tengo que decir que entiendo la perplejidad que ha expresado Xavier Sardà ante tener que alabar la amnistía después de haberla negado tanto y de tantas maneras.

No es la primera vez que lo digo —de hecho, lo repito, lo he escrito en más de una ocasión— porque a mí los giros de relato también me pillan por sorpresa. No porque no se pueda cambiar de opinión, sino por la manera en que se hace en demasiadas ocasiones. Más todavía cuando no entiendo cómo —o veo demasiado claros los peligros— se puede enderezar una opinión que ha sido emitida con una intención política muy determinada para convencer a la ciudadanía de unas verdades que nunca lo son como tales, pero que se instauran en la opinión pública, como si lo fueran.

Hasta dónde hemos llegado si no tenemos ningún problema en dejar claro que hemos sustituido tener pensamiento propio —es decir, hemos dejado de pensar— para seguir una u otra consigna política

El punto de retorno de estos giros de guion, entre otras cosas, hacen que la calle se incendie como ha pasado en Madrid y que, además, el espacio de reflexión no sea posible o en todo caso muy difícil de introducir después de haber jugado la carta del blanco o negro; que lo único que hace es aumentar las posiciones extremistas y, para decirlo finamente, tan alejadas como sea posible del respeto a los derechos fundamentales de la ciudadanía. Que quiere decir, siempre, los derechos fundamentales de la ciudadanía que no piensa como tú, no los tuyos. Las expresiones y comentarios de los manifestantes en Madrid sobre los agentes de los cuerpos de seguridad del Estado son un claro ejemplo de ello; para no sacar el tema de las muñecas inflables como bandera de España. ¡Hay cosas que merecen un telediario aparte!

Ahora bien, puestos a hablar de perplejidades, lo que a mí me deja realmente perpleja de todo esto son las personas que siguen consignas, sean las que sean, sin la necesidad de poner una pizca de reflexión sobre la conveniencia de repetirlas o no. Más todavía de defenderlas. ¡De qué nos sirve tener cerebro si solo lo necesitamos para acatar el mensaje de otros! Eso siempre me ha asustado de la gente de partido, con o sin carné, porque no tendría que ser así, y porque, desde mi perspectiva, es uno de los aspectos que más daño hace a la democracia. Y en este sentido no estoy apelando —es evidente que no— a que todo el mundo piense lo mismo, de hecho, la democracia necesita pensamientos divergentes; sino que me pregunto a dónde hemos llegado si no tenemos ningún problema en dejar claro que hemos sustituido tener pensamiento propio —es decir, hemos dejado de pensar— para seguir una consigna política u otra.