Escribo este artículo el día de la Constitución Española, cuando menos el día de la celebración oficial de su existencia, para ser más exacto el 43.º, pero tiene menos sentido que nunca celebrarla. Y no lo digo porque los discursos hayan sido los que han sido, ni porque estos mismos discursos hayan sido motivo de controversia, una vez más, entre los diferentes partidos; sino porque cada día es el día de la Constitución española desde hace ya mucho, demasiado.

No lo digo tampoco porque cuando menos se hablaba de ella más se la respetaba y ahora que todo el mundo se la pone en la boca, especialmente los que la defienden en capa y espada, la estrujan como nunca, consiguiendo lo que parece ser lo contrario de lo que buscan: socavar el único principio de autoridad —no digo poder— que la legitima: ser la base de nuestra democracia.

Nunca el principio de interpretación había sido tan libre, tan atrevido, tan imaginativo pero tan poco democrático. De hecho todo va ligado, democracia nos queda poca —y suerte tenemos de la que todavía nos queda—, y quizás tendremos que afrontar en algún momento u otro qué es más importante, si la Constitución o la democracia; y en España yo ya sé qué gana, de ahí la mayúscula. Hoy por hoy son dos conceptos antagónicos, con intereses contrapuestos, cuando menos por la lectura oficial y oficiosa que se hace en el Estado español de la Carta Magna del 78.

Democracia nos queda poca —y suerte tenemos de la que todavía nos queda—, y quizás tendremos que afrontar en algún momento u otro qué es más importante, si la Constitución o la democracia; y en España yo ya sé qué gana, de ahí la mayúscula

En España cada día es el día de la Constitución. Lo es en los juzgados; en la política, que mimetiza el discurso de la judicatura; en la calle, que mimetiza lo que dicen los medios de comunicación, que a su vez mimetizan lo que dicen los jueces y los partidos; y así en una rueda como la del día de la marmota pero sin Bill Murray. Que, dicho de paso, lo haría más interesante porque seguro que aportaba —aunque fuera solo un poco— profundidad y juicio. Mercancías, que a pesar de ser escasas, no son, hoy por hoy, nada preciadas en España.

El último ejemplo, el intento de reforma del artículo 49 que, aunque no es el único problema, denomina a las personas con capacidades diferentes "disminuidas" lo que ha provocado un debate tan esperpéntico que ni el mejor de los grupos cómicos de cualquier país supera a las distinguidas señorías de la política española. En resumen, más vale ser disminuido pero español. Es lo mismo que con ser pobre, de lo que ya hablamos el otro día.

Todo para justificar aquello injustificable, aunque la repetición constante del dogma parece que lo haga verosímil: la Constitución Española es sagrada y, por lo tanto, única indivisible, inalterable e intraducible. Es cierto, no dice lo mismo en catalán.