Hace unos días que vuelvo a ver por el tuiter un vídeo de la televisión francesa donde el Rey emérito, Juan Carlos I, cuenta que, un día antes de morir, Franco le cogió la mano y le dijo solemnemente, con voz débil y pequeña: "Alteza, la única cosa que os pido es que preservéis la unidad de España". Visiblemente conmovido el monarca añade con sincera admiración: "Si lo piensas, eso quiere decir muchas cosas: no me dijo que hiciera eso o que hiciera eso otro, me dijo que preservara la unidad de España".

Si pienso, lo que recuerdo es el papel del PSOE en el golpe de estado del 23-F, y las presiones que Martín Villa hizo para separar Unió de Convergencia, cuando Pujol pactó con ERC el primer gobierno autonómico. Entre las apelaciones a Companys que hizo entonces Martín Villa y las que realizó Garcia-Margallo hace unos días han pasado 36 años. Difícilmente nos puede salir gratis que España continúe atascada en el patrioterismo, como si el mundo que lo sostuvo no hubiera cambiado.

La síntesis que Aznar fabricó entre el imaginario falangista de José Antonio y el imaginario ciudadano de Azaña sólo se puede entender si tenemos presente las últimas voluntades de Franco. El hecho de que el PSOE se haya quedado sin margen de maniobra, también responde al encargo envenenado que la democracia recibió de la dictadura. Hace casi un siglo, el PSOE de Indalecio Prieto ya colaboró con Primo de Rivera para frenar el catalanismo. Nadie debería sorprenderse de lo que pasó en Ferraz el fin de semana.

Toda la arquitectura de la Transición fue un pacto basado en la idea de que la unidad de España era sagrada y no podía amenazarse. Eso es lo que pactaron Felipe González y Jordi Pujol. Y eso es lo que no pactaron los vascos, con el consecuente precio del terrorismo, que no fue nunca un fenómeno unilateral. La izquierda española y el nacionalismo catalán prosperaron con una mano atada en la espalda mientras los diarios y los políticos pudieron disfrazar ese pacto castrador con debates secundarios.

La famosa campaña socialista de los dóbermans y, en general, el odio al PP que el PSOE ha practicado durante 30 años, funcionaba porque explotaba la herida de una democracia que nació amputada. El victimismo de Pujol se justificaba -y daba rendimiento- gracias a esa misma tara. La democracia se basa en la persuasión. Las prohibiciones hacen que los ciudadanos se sientan súbditos, y despiertan el resentimiento y los fantasmas de la historia. Mientras ETA mató, era fácil esconder las miserias de la Transición.

El PSOE se está muriendo porque las limitaciones que aceptó a cambio de mandar no le han permitido plantear un proyecto español alternativo al del PP. Es verdad que Aznar fue hábil a la hora de sintetizar un imaginario que reuniera la herencia del franquismo y la del republicanismo moderado, con vistas a seducir a la clase media. Pero si el PSOE utilizó el pasado franquista como arma electoral para disimular sus contradicciones, el PP tampoco tuvo escrúpulos a la hora de hurgar en la herida que la dictadura dejó en Catalunya y el País Vasco.

El resultado es que ni el PP se ha podido sacar de encima el estigma del franquismo ni el PSOE ha podido construir una visión alternativa de España. Es interesante observar que el papel que González ha jugado en el PSOE ha sido similar al que Pujol jugó en CiU: una vez retirados los dos se han dedicado garantizar la vigencia de los pactos que hicieron con el diablo. Pujol se inmoló en el mejor momento del independentismo y González lo ha hecho esta semana para frenar a Pedro Sánchez.

Sánchez no se dio cuenta de que el régimen del 78 tenía reservado un papel de subalterno para el PSOE hasta que, después de las primeras elecciones, empezó a recibir presiones para que se autoboicoteara. El exsecretario general, que creció consumiendo los cuentos de hadas de El País, se dio cuenta de que si no rompía algunas costuras de la Transición, no podría gobernar en su vida y que su partido y él mismo estaban condenados de antemano a hacerle el trabajo sucio al PP.

Si Sánchez hubiera forzado unas terceras elecciones, seguramente habría sacado unos resultados lo bastante buenos para tratar de construir puentes con Podemos desde una posición de fuerza. Se sabe que una comisión económica de los dos partidos fue a Bruselas a pactar un programa de reformas aceptable para la Unión Europea. El partido de Iglesias no se hace responsable de los pactos de la Transición y habría servido de brazo armado a Sánchez para desplazar al PP hacia la derecha y hacer limpieza dentro de su partido.

Igual que Pasqual Maragall, Sánchez ha sido destronado por qué sabe que la verdad no necesita mártires y no cree que el PSOE deba sacrificarse por la unidad de España. En una Europa que empieza a ver la democracia discutida no ha aceptado que los pactos de la Transición sirvieran para tapar las miserias de su partido, y todavía menos las del PP. No sabemos qué política habría seguido con respecto a Catalunya. Pero ha bastado que no quisiera cargar con las mochilas de los beneficiarios de Tejero y de Franco para que el sistema le cayera encima de manera pornográfica.

Hace unos meses, un político retirado me decía que el problema de Sánchez es que nadie había tenido una conversación con él a tiempo. Se refería a las puertas giratorias, por descontado, y a las represalias que el sistema toma contra aquellos que no aceptan su juego. Si llegó a tener esa conversación, no debió ir bien. Sánchez hubiera podido apuntarse a ese negocio piramidal que es la unidad de España y acabar teniendo una casa como la de González o Chacón y no lo ha hecho.

En los años setenta se hablaba del "Búnker" para referirse al tejido de intereses que se oponía a la democratización de España, cuando la dictadura ya estaba condenada. Ahora pasa una cosa similar con el régimen de la Transición. Los demócratas que se dejaron comprar en 1978 y sus encubridores de hoy se van bunquerizando, ante la presión de los sectores más dinámicos y más cultos del Estado, cada día más reticentes a aceptar los peajes del viejo patrioterismo.

Ayer el ABC estrenaba una versión en catalán, para su edición digital de la Comunidad Valenciana. El catalán, el referéndum y el no de Pedro Sánchez son los bikinis y las películas eróticas de los años setenta. Tardarán más o menos, pero no los podrán parar. Si Puigdemont se mantiene firme y convoca el Referéndum no será precisamente el presidente quien se hará daño. Da lo mismo cuántos periodistas compre el IBEX y cuánta mierda le tiren encima.