Este 2018 ciertamente no pasará a la historia como el año en que se hizo efectiva la república. En cambio, quizás sí quedará marcado en los anales del mundo como el año en que Occidente empezó a descomponerse. Basta con leer revistas extranjeras, ver cómo evolucionan los guiones de las películas, observar cómo va cambiando la gastronomía de los restaurantes de Barcelona o estar atento a los rankings universitarios y a la profusión de canales de información rusos, árabes y chinos.

Hace siglos que los catalanes vivimos la misma película. Cada conflicto con la corona española empieza en un marco de globalización y de crisis política, y acaba con un descalabro que Catalunya paga desapareciendo de los mapas una temporada. Como estamos en una situación de fragilidad, ocupados por un ejército extranjero, somos los primeros en sufrir los cambios y los últimos en encontrar la forma de remontar. El hecho de que Europa haya dejado de estar en el centro del mundo nos da un margen adicional de reacción, pero no está claro que estemos en condiciones de aprovecharlo.

Da repelús pensar en la década que nuestra clase dirigente ha perdido removiendo tópicos exhaustos y exaltando momias absurdas mientras el mundo cambiaba ante sus narices. Nos hallamos en ese estadio de decadencia en el que los representantes del poder compiten entre sí como una banda de rameras mal pintadas. Los discursos están tan erosionados que lo único que el poder puede vender es la imagen de sus títeres. Puede que por eso La Vanguardia se haya sumado a la estrategia de exponer, muy grande, la cara de sus opinadores en Twitter. 

Si algo cohesiona a los partidos de Barcelona y de Madrid es el reciclaje de ideas amortizadas. Pueden ser ideas enfrentadas, sin embargo, como son viejos desechos inservibles en el mundo de hoy, los debates políticos transmiten la impresión de estas guerras deportivas que las multinacionales organizan para cohesionar a los equipos en los bosques de algún balneario. A pesar de los encarcelamientos, ERC y el PP no habían estado nunca tan cerca; nunca las diferencias entre Gabriel Rufián y Andrea Levy, o entre Inés Arrimadas y Elsa Artadi, habían sido tan insignificantes.

En los próximos años, Catalunya será como aquella balsa de William Turner que navega en medio de una tormenta oscura, agitada por un mar convulso. La crisis económica puso punto final a la solución materialista que se impuso después de las dos guerras mundiales. La cultura del beneficio, mantenida con las plusvalías de la colonización, respondía al sufrimiento del siglo XX. Cuando el presidente Obama ganó la presidencia de Estados Unidos, ya escribí que la democracia no sobreviviría en manos de los genios del marketing político y económico. 

Como habría dicho Jordi Pujol durante la dictadura, antes de venderse a los españoles, nos sobran politólogos y nos faltan buenos poetas. Sin políticos que se hayan construido un universo propio, que tengan intuición moral y una relación con la verdad de artista, sin hombres creativos capaces de dar ejemplo y de tocar la fibra espiritual de los ciudadanos, la democracia se irá consumiendo como un show de televisión en horas bajas. A medida que los grandes países democráticos pierdan la superioridad económica que habían heredado de las conquistas militares, nuestra idea de libertad se irá empequeñeciendo y el autoritarismo ganará influencia.

Se acerca un siglo de reflexión moral y la democracia deberá ganarse su lugar en el mundo, sin la superioridad de partida que le daban los siglos de hegemonía militar y cultural europea. Los equilibrios son soluciones temporales; el sentido trágico de la vida sirve para tomar decisiones trágicas, no para proyectar discursos góticos. Todo apunta a que seguiremos viviendo en un clima de degradación política cada vez más general y que la filosofía de tocador que hemos levantado para evitar vernos reflejados en nuestros propios monstruos devorará a sus comediantes cada día más deprisa.

Nunca me había parecido tan bello aquel verso de Bukowski que dice que lo que realmente importa es con qué gracia un hombre es capaz de atravesar el fuego. Quizás tengamos suerte y, a medida que la madera vieja arda, descubrimos que la escuela pujolista sirvió de algo. Quizás de entre las cenizas aparecen líderes que osan hablar a los catalanes como personas normales y que, con su libertad, saben hacer algo más que ponerla al servicio de España a cambio de cuatro condecoraciones de dictador africano.

Quizás Barcelona llegue a ser un contrapeso democrático dentro de Eurasia y pueda hacer honor al aeropuerto de El Prat, que compite con el de Moscú y el de Istambul en crecimiento. Quizás la decadencia de Occidente dé una oportunidad al Mediterráneo y nuestra historia sea tan brillante que incluso podamos hacer pasar las putas por princesas. Quizás, al final, miraremos atrás y no nos reconoceremos, y también España hará otra cara, ahora que sus ciudades le han encontrado el gusto a trabajar, gracias a los 40 años de democracia que les hemos dado sin protestar para que Madrid fuera assumiendo que el tiempo del imperio ya ha pasado.