Hay muchos alcaldes que podrían explicar las incontables trabas con las que se encuentran, empezando por los palos en las ruedas de los altos funcionarios municipales. Y que pueden, a veces, derivar en verdaderos asedios judiciales.

En el Baix Llobregat, un alcalde tuvo que programar de estranjis y con nocturnidad hacer una rampa de acceso a la acera para una señora que circulaba con silla de ruedas y no podía acceder a su casa. Los técnicos municipales denegaban el permiso un día y otro interpretando un reglamento capcioso hecho por un cabeza cuadrada. Y mientras no se hizo la rampa, la señora requería siempre auxilio para entrar en casa. Al técnico parecía que tanto le daba, él estaba allí no para ayudar a nadie, sino para ejecutar escrupulosamente el reglamento.

Otro alcalde se peleaba con el arquitecto porque no permitía un garaje privado. La señora no podía entrar el coche y tampoco le permitían aparcar en la calle. El alcalde se presentó en el garaje, con el arquitecto, tomó él mismo las medidas y afirmaba que la altura del garaje era de 1,90 metros, el mínimo que establecía la normativa. Según las medidas tomadas por el arquitecto era 1,88.

Ser alcalde puede llegar a ser una profesión de riesgo. Que se lo expliquen si no a Dionís Guiteras, alcalde de Moià. Casi ha perdido la cuenta de las multas, denuncias y procesos judiciales que le han abierto. Tanto, que más de una vez se ha preguntado si vale la pena seguir. Cuando debutó como alcalde se encontró con que Moià era un municipio que podía entrar al Libro Guinness por su endeudamiento. Ni la factura de la luz se podía pagar. A Guiteras le habría gustado ponerse manos a la obra en todos los proyectos de desarrollo rural que tenía en la cabeza. O programar una gran fiesta mayor. En cambio, su prioridad tuvo que ser recuperar financieramente un ayuntamiento en quiebra técnica.

La cuestión es que al cabo de poco de haber cogido las riendas municipales, la justicia lo quiso responsabilizar de las fechorías anteriores. La responsabilidad se pretendía que fuera del alcalde Guiteras, sencillamente porque era el alcalde. Aunque fuera el alcalde que hacía lo imposible por arreglar una nefasta herencia del anterior alcalde. Al final lo condenaron, pero salió adelante, con algunos arañazos y después de haberse visto amenazado con responder con su patrimonio y penalmente. Tan cierto como increíble. En el colmo de la mala leche, algún diario, sin ningún miramiento, no tuvo ningún problema para apuntar a Guiteras como malversador sin pararse a discernir nada ni hacer la más mínima aclaración sobre cuándo sucedieron los hechos. Guiteras no era ni concejal.

La letanía victimista del primer sueldo público del país es una ofensa a toda la buena gente que siente el aliento judicial en el cogote por hacer su trabajo y por hacerlo bien

A Guiteras también le cayó una granizada por defender la publicidad institucional del 1 de Octubre. Y también lo condenaron por no colgar la bandera española. Después ha tenido que sortear denuncias de todo tipo, más las que él mismo ha hecho. Entre estas, la disputa con el secretario municipal que había autorizado las gamberradas anteriores a su mandato. O el abogado que pretendía cargar al ayuntamiento las costas judiciales.

En la Diputación de Barcelona, Guiteras —se ganó ser diputado provincial— hizo posible que dos candidatos del partido de Puigdemont presidieran el ente. Cuando cambiaron las tornas y era él quien requería el apoyo para presidir, Puigdemont prefirió a la presidenta del PSC. Tampoco cambió de criterio el presidente del Consell per la República (Puigdemont rules) cuando imputaron a la socialista por corrupción. Ya se sabe, las cloacas.

Ni una sola vez hemos oído a Guiteras lloriquear que todo lo que ha vivido es una conspiración contra él. No le han dado ningún premio y, en cambio, más sustos y quebraderos de cabeza de los que no habría imaginado jamás.

Precisamente por eso la letanía victimista del primer sueldo público del país es una ofensa a toda la buena gente que siente el aliento judicial en el cogote por hacer su trabajo y por hacerlo bien. Estos buenos oficios, a veces, incluyen arreglar los despropósitos heredados. O hacer una interpretación laxa de según qué normativas. Porque ciertamente el Reglamento del Parlament forma parte de la fiebre de lo que quería ser la nueva política. Una reforma impulsada por la CUP y bendecida por Junts (pel Sí). La misma actitud pretendidamente ejemplar que impulsaron los Comuns de Colau al regirse por un Reglamento interno igual de pulcro. Cuando a Colau le ha tocado aplicárselo ha dicho que ni de broma. Es un Reglamento que no respeta la presunción de inocencia. Pero es el Reglamento vigente si no lo modifican. Y no es obra de la Guardia Civil ni de ningún juez ultra, sino de la mayoría indepe surgida de las urnas en el 2015.

En el Parlament también se cuentan funcionarios que hacen y deshacen. Y que se han otorgado —con el visto bueno político— unas condiciones laborales y retributivas tan excepcionales que no hay ser en la tierra que no las quisiera tener. Como en el caso de Colau, el Reglamento a aplicar cae en un exceso de celo que puede ser tanto injusto como arbitrario. Y como en el caso de Colau, la autoría es propia.

Otra cosa es el fondo del asunto. Leídos los correos electrónicos, escuchados audios y testigos, se puede decir de todo. Excepto que es una causa política. Y hacerlo es tan surrealista como aquel destacado compañero de filas que se ausenta el día de la beatificación de la imputada porque tenía que hacer una excursión con unos amigos. Debió ser para estar más cerca de Nuestro Señor y hacerse perdonar ante tanta sordidez, frivolidad e insolvencia.