A raíz de la pandemia —quizás un poco antes, quizás un poco después— la conversación sobre salud mental pasó del ámbito privado —e, incluso, del ámbito de la vergüenza— al ámbito público —e, incluso, político. De esta transgresión hemos obtenido la posibilidad de desestigmatizar trastornos mucho más comunes de lo que queríamos admitir y, poco a poco, nos hemos desprendido de la losa del miedo al juicio ajeno. De esta evolución, sin embargo, no todo es progreso. La conversación pública sobre salud mental también ha comportado externalidades que, a estas alturas, ya podemos etiquetar de negativas. Una de estas externalidades es la neolengua que se ha desprendido de una conversación en la que intervienen más actores que los actores estrictamente profesionales, y que ha acabado por vaciar de sentido palabras como depresión o ansiedad. Otra de estas externalidades es la patologización de emociones que, en realidad, forman parte de la naturaleza humana y revelan que el cerebro nos funciona. La externalidad más sutil, sin embargo, es la que hace pasar el egoísmo más clásico por una mal llamada capacidad de poner límites y el individualismo más mezquino por una “priorización” de uno mismo que el individuo siempre cree justa y merecida.

Se cierra uno para no herirse y recibe cualquier demanda externa que le suponga tener que hacer un esfuerzo como un abuso que no debe tolerar

La neolengua surgida de este fenómeno las denomina autocuidados, y en realidad lo que hace es favorecer una concepción de nosotros mismos desvinculada de todos aquellos que nos rodean. Es una especie de pseudocorriente de pensamiento extremadamente cómoda para quien elige valerse de ella, porque genera un marco dicotómico en el que uno no puede cuidarse y cuidar a los demás a la vez. Y como no puede hacerlo todo a la vez, tiene que elegir cuidarse exclusivamente a sí mismo a pesar de las consecuencias que esto implique para toda su red relacional. Así, se cierra uno para no herirse y recibe cualquier demanda externa que le suponga tener que hacer un esfuerzo como un abuso que no debe tolerar, difuminando la línea del abuso verdadero. Cualquier instante de abnegación en favor del otro, pues, nos hace demasiado complacientes, y esto pone en peligro nuestra salud mental. Al fin y al cabo, es una manera de convertir el amor que sostiene las relaciones humanas —con la familia, con la pareja, en el trabajo, con los amigos— en un negocio donde solo vale la pena estar cuando recibimos, como mínimo, lo mismo que aportamos. 

La retórica de las “autocuras” ha derivado en una interpretación chapucera y podcaster de la terapia psicológica. En una manera, vamos, de pasarse la vida en modo fácil haciendo un Mariano Rajoy: si ignoro el conflicto con el otro, si dimito de cuidar la relación que tengo con él, el conflicto desaparece, yo cargo con un dolor de cabeza menos y, por lo tanto, estoy cumpliendo con el mandato de priorización que me garantizará emociones positivas y me hará la existencia más sencilla. Entender así las relaciones humanas y el amor es muchas cosas; llamarlo salud, sin embargo, es una perversión de cualquier ciencia vinculada al campo sanitario. Pero el momento político y sociocultural que nos ha tocado favorece la simplificación de consignas, los mensajes que nos reafirman sin cuestionarnos, una idea frágil del compromiso y un sentido de la comunidad cada vez más lánguido. En estas circunstancias, la salud mental del individualismo es el veneno perfecto para apuntalar el statu quo de la rapidez, del consumo del otro, y de la avaricia relacional. 

Una vida en la que nada es más importante que uno mismo, sin embargo, es una vida encaminada al vacío, a la soledad y a la insignificancia. El tipo de amores que nos permiten encontrar o reencontrarnos con el sentido de nuestra existencia, que nos hablan de una naturaleza estrictamente humana y nos diferencian del resto de animales, son los amores construidos sobre las cosas que nos cuestan: la generosidad, la paciencia, la comprensión del otro, el perdón. Esto no significa aguantar lo que sea apretando los dientes, o que todo pueda resolverse con fuerza de voluntad. Cuidarse no es ni renunciar a ninguna de estas virtudes, ni renunciar a la autoestima: es tenerse en cuenta para poder encarnarlas mejor, porque el verdadero cuidado de uno mismo —también cuando toca ir a terapia, sí— no puede entenderse desvinculado del cuidado del otro: la humanidad se realiza en el prójimo. El discurso individualista revestido de salud mental convierte el amor que ofrecemos en un cálculo cuando, en realidad, el amor es lo único que no lo admite. "Jesús le dijo: —Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. El segundo es semejante a este: amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 22,37-29). Ni por encima, ni por debajo: al mismo nivel.