Esta semana, el próximo jueves 14, concretamente, se celebra el vigésimo cumpleaños del Acuerdo para un Gobierno Catalanista y de Izquierdas en la Generalitat de Catalunya, también conocido como Pacto del Tinell, firmado por PSC, ERC e ICV-EUiA, de donde surgió un gobierno presidido por Pasqual Maragall, ganador de las elecciones de 2003. A pesar de que CiU había conseguido retener una mayoría parlamentaria en escaños, la aritmética permitió la formación de un gobierno tripartito, con ocho conselleries socialistas, seis republicanas y dos ecosocialistas.

Observando la fotografía de aquel primer Govern, me doy cuenta de la anécdota que dos consellers de entonces, el socialista Quim Nadal y la republicana Anna Simó, hoy en día son consellers del Govern presidido por Pere Aragonès, que es mucho peor que el que presidió José Montilla de 2006 a 2010, en la época del segundo tripartito. Nadal y Simó ocupan ahora dos conselleries relevantes, Universitats i Recerca y Educació, respectivamente, que estos días son noticia, dado que el informe PISA ha demostrado, si es que no lo sabíamos de antemano, que la enseñanza en Catalunya es un desastre. Nadal ya no pertenece al PSC, porque la gestión nefasta del segundo tripartito y el proceso soberanista tuvieron un efecto devastador sobre el partido del que había sido candidato a la presidencia de la Generalitat en 1995, sin dejar de ser alcalde de Girona, cargo que ostentó de 1979 a 2002. El currículum político de Anna Simó es más corto que el de Nadal, si bien siempre lo ha construido dentro de Esquerra. Simó sobrevivió al fin de los tripartitos y a la llegada de Oriol Junqueras a la dirección republicana. Simó se mantuvo en las listas de Esquerra, sorteando la escabechina de la anterior dirección, y fue portavoz del partido entre 2008 y 2015. También fue miembro de la Mesa del Parlament en dos legislaturas (2012-2015 y 2015-2017), en pleno procés, razón por la cual fue una de las personas procesadas con motivo de la celebración del referéndum del Primero de Octubre. El perfil político de estos dos consellers es hoy bastante discreto.

Joan B. Culla, fallecido recientemente y a quien dediqué un obituario en este mismo diario, el 2017 publicó el libro El tsunami, con un subtítulo aclaratorio: Cómo y por qué el sistema de partidos catalán ha acontecido irreconocible. El fracaso del Estatut de 2006, que previamente había comportado la quiebra del primer tripartito a raíz de la oposición de los republicanos en el referéndum de ratificación, alteró la política catalana. Maragall ya estaba enfermo, aunque no se dijera en público, y ya no se presentó a las elecciones del 1 de noviembre de 2006, que CiU ganó, esta vez en votos y en escaños, a pesar de que esto no le sirvió de nada. Se reeditó la coalición tripartita y José Montilla fue elegido presidente, teniendo como vicepresidente a Josep-Lluís Carod-Rovira, a pesar de que su poder en Esquerra era claramente menguante. Si exceptuamos al superviviente Quim Nadal, que reeditó el cargo de conseller de Política Territorial i Obres Públiques hasta 2010, y quien actuaba como secretaria de Govern, Laia Bonet, hoy concejala en el Ayuntamiento de Barcelona, ninguno de los restantes quince consellers participa hoy activamente en la política catalana. El proceso soberanista arrinconó a políticos que, como ha quedado demostrado, no estaban preparados para encarar el embate que se anunciaba.

El estado de excepcionalidad permanente no excluye que el independentismo ofrezca soluciones “realistas” a los problemas actuales que degradan el estado del bienestar

Conozco a mucha gente que reniega del segundo tripartito, que consideran perjudicial, porque efectivamente lo fue, dado que dejó a la Generalitat al borde de la quiebra porque no supo afrontar los primeros síntomas de la crisis de 2008. Esta gente se arrepiente de haber encumbrado a Montilla, tanto como yo de haber combatido la constitución del primer tripartito. Lo hice a pesar de que en esas elecciones voté ERC, como era mi costumbre desde 1992, y me opuse el Pacto del Tinell con mucha vehemencia y también con mucho riesgo personal: me costó el trabajo en Unescocat. Solo con los años me he dado cuenta de que aquel cambio de ciclo era más que necesario. Era imprescindible. Tuvo efectos para todo el mundo, incluso para los convergentes, que, en 2010, después de su paso por la oposición y de haber puesto en marcha la Casa Gran del Catalanisme, iniciaron una metamorfosis que solo se vio oscurecida por unos recortes, seguramente necesarios, pero muy mal ejecutados. Fue en aquella época que Artur Mas pudo constatar los límites del autonomismo. A medida que se iban cerrando puertas, Mas fue decantándose por el independentismo, hasta el punto de devenir el promotor de la consulta del 9-N de 2014, que solo desacreditan los intransigentes. La sensación de ser un recién llegado le hizo aceptar, seguramente erróneamente, que la CUP de Antonio Baños, Anna Gabriel y Benet Salellas lo mandara a la “papelera de la historia” en 2016. Puigdemont no sufrió nunca este complejo, para empezar porque, como escribieron Marta Costa-Pau y Gerard Bagué en el perfil publicado en el diario Ara, en los años ochenta, cuando en Girona el independentismo era cosa de pocos y estos pocos se miraban en los movimientos vascos violentos, él ya lo era y votaba a CDC. Tan grande debía de ser su convicción, que un día se presentó en el bar Trops de la capital gerundense, donde se congregaban jóvenes revolucionarios del MDT, para intentar convencerlos de que la violencia no era el camino para conseguir la independencia de Catalunya. Este no es un dato cualquiera, pues nos permite entender por qué Puigdemont actuó como actuó el 27-O.

El ciclo abierto con el primer tripartito culminó en 2017, cuando el españolismo había buscado refugio en un partido anticatalanista acérrimo, Ciudadanos, que empequeñeció al PSC en manos de Miquel Iceta, y, también, con la desaparición de CiU y de su extensión posterior, el PDeCAT. Junts, como ya expliqué la semana pasada, es otra cosa. Una de sus tendencias, la que lucha por convertirse en mayoritaria, proviene de la antigua CDC, pero el partido independentista es mucho más que este segmento. El “gen” de Junts está por definir y estaría bien que, en vez de restar, sumase. El líder de Junts, que lo es para afuera y de puertas adentro, porque es la única persona que consigue reunir todas las tendencias, afronta la política de una manera muy distinta a la llamada tradición convergente. Además, siempre será el president del referéndum y de la proclamación de la República, como lo fue Macià, y, como él, se ha visto obligado a replantearse muchas cosas después de no lograr la victoria. El exilio también ha propiciado que encarara la política de pactos con los partidos españoles de otro modo. Lo hemos podido comprobar durante la negociación de la investidura de Pedro Sánchez. Mientras que Esquerra la planteó a la vieja usanza pujolista, como si todavía estuviéramos en la época en que Nadal y Simó eran políticos relevantes en sus espacios, Junts la ha planteado como un acuerdo político para avanzar hacia la autodeterminación y la resolución del conflicto histórico entre Catalunya y España. Puigdemont está buscando abrir un nuevo ciclo que permita al independentismo recuperar la iniciativa, sin menospreciar que mientras tanto es necesario gestionar la autonomía para revertir, por ejemplo, el fracaso educativo, favorecer el uso social de la lengua catalana, fomentar el progreso económico y social con una perspectiva sostenible o bien para reparar el antes exitoso sistema sanitario catalán. El estado de excepcionalidad permanente, sirviéndome del concepto de Ignasi Gozalo Salellas, no excluye que el independentismo ofrezca soluciones “realistas” —atrevidas y sin miedos— a los problemas actuales que degradan el estado del bienestar. Tiene la obligación de hacerlo. No se puede aspirar a la soberanía si por el camino se nos deshace la nación.

Si la amnistía es realmente un éxito y el independentismo se cobra un triunfo que el españolismo siempre vivirá como una derrota, se puede dar la recuperación para la política interna de Puigdemont y Junqueras

La revitalización del PSC en Catalunya se ha producido porque el unionismo catalán ya ha amortizado Ciudadanos, corroído, además, por una extrema derecha que ha puesto el pie con fuerza en el Parlament de Catalunya, mientras el PP también se reforzaba. El PSC es cada vez más PSOE y ha asumido algunos de los planteamientos españolistas que han contaminado el “consenso” de la tan idealizada Transición. Los socialistas no solo han combatido al independentismo, sino que han asumido como propios algunos de los postulados de Ciudadanos, en especial sobre la lengua y la catalanidad, que debilitan tanto como pueden, con el concurso del sector más españolista de los Comunes, que estruja, hasta hacerlo irreconocible, el catalanismo del PSUC. Con todo, los socialistas gobiernan en varios municipios de Catalunya y, como todo el mundo sabe, la realidad municipal es un microcosmos con una dinámica propia. De aquí nacen varios pactos que no se entienden si se quieren interpretar en clave de política general. Ahora mismo, por ejemplo, podría darse el caso de que Junts decidiera aliarse con el PSC en el Ayuntamiento de Barcelona. ¿Por qué no, si el pacto ayudara a revitalizar la capital catalana y se insertara en el marco de la política de recuperación nacional impulsada por Puigdemont? Si solo se trata de pasar el cepillo, de ocupar sillas por ocuparlas, entonces sí que pactar con los socialistas no tendría ningún sentido. Acabaría perjudicando a la credibilidad de todo el proyecto. Y es que, si Pedro Sánchez no es de fiar, Salvador Illa y Jaume Collboni todavía lo son menos, como se pudo constatar cuando pactaron con el PP para arrebatar la alcaldía a Xavier Trias, un hombre que, huyendo del independentismo, no quiso presentarse a las elecciones con la marca Junts.

Si la amnistía es realmente un éxito y el independentismo se cobra un triunfo que el españolismo siempre vivirá como una derrota, se puede dar la recuperación para la política interna de Puigdemont y Junqueras, quién sabe si para volver a competir electoralmente entre ellos. No será un retorno al escenario de 2017, porque las circunstancias han cambiado, pero tampoco será la reanimación del autonomismo, entendido como la renuncia a la independencia, si Junts tiene la posibilidad de recuperar la presidencia. Saberlo articular, tener claro cuál tiene que ser el papel de Puigdemont en este nuevo ciclo, y acabar con las revanchas y exclusiones internas, que perjudican el proyecto y hacen perder autoridad a quien las promueve, será capital. Si Junts sabe ser el partido de los independentistas y sabe actuar como tal, recuperará el apoyo que ha ido perdiendo, y podrá acallar a los que ahora defienden, si bien el 27-O no lo encabezaron, que se tenía que haber asaltado el Palau de la Generalitat para resistir en él hasta la muerte. La épica falsa del Seis de Octubre de 1934 ha hecho mucho daño. La oportunidad existe, a pesar de que alguien quiera crear un cuarto, un quinto o un sexto espacio independentista. Solo hace falta que Junts actúe siguiendo un programa, estratégico y táctico, que se convierte en un partido muy organizado y bien dirigido, que de momento no lo es, y que respete su pluralismo, en primer lugar, internamente, pero también en las instituciones. La fórmula no es muy complicada.