Fue elegante toda su vida. Incluso cuando exploró lugares estéticamente inexplorados. Y discreto. Con la discreción que es posible cuando eres quien eres. Y ahora ha sabido marcharse. Con elegancia y discreción. No, no hablo de Duran Lleida sino de David Bowie.

Cuando la muerte se ha convertido en un espectáculo público donde la gente anónima muestra al mundo su pretendida tristeza, que en realidad es exhibicionismo sentimental, él optó por crear al personaje definitivo. El personaje que ni es protagonista ni genera protagonismos sino que sirve para canalizar un sentimiento compartido y para crear una comunión donde a quien se venera es a las canciones. El centro es la obra, no quien la creó.

Frente aquellos desfiles de personas que necesitan sentirse parte de un sentimiento colectivo prefabricado que no es nada más que el "yo estuve allí" o el "yo he sentido eso y te lo quiero mostrar" y que consiste en depositar flores en la puerta de la casa del muerto, o en el lugar donde el muerto murió, o donde tuvo el accidente, o vaya a saber qué extraño lugar convertido en cementerio de las emociones, Bowie ha conseguido que se lo recuerde a través de lo que hizo. Genial. Elegante. Discreto.

¿Qué imágenes de homenaje hemos visto? Unas del centro de Londres donde la gente cantaba espontáneamente sus canciones. ¿Qué homenajes ha recibido? Uno en la sala Razzmatazz de BCN donde un grupo de músicos se reunió este sábado para tocar sus canciones y dar la recaudación a la lucha contra el cáncer.

Las personas pasan. Y lo que queda es su memoria. Sean canciones, novelas y películas o besos, conversaciones y momentos compartidos. Y recordarlo es lo que hace a las personas importantes realmente inmortales. Cuando hay que mostrar pena, entramos en una impostura insincera que es el billete al olvido.