A menudo nos quejamos de las maneras de la España profunda, de su resentimiento y desprecio, de esta catalanofobia latente que parece inherente a un españolismo rancio que impregna amplias capas de la sociedad española.

A veces, sin embargo, constatamos con tristeza que algunos de los nuestros caen en las mismas actitudes que tanto repudiamos. No sé a ustedes, pero a mí que toda una presidenta del Parlament aplauda este tipo de comentarios: "Qué oportunidad lamentablemente perdida, la de haber podido hacer president de la Generalitat a Laura Borràs, en lugar de votar a esta panda de lacayos arrodillados sin vergüenza ni dignidad", me produce una profunda tristeza.

Ya no es qué sentido del cargo tiene la presidenta del Parlament; es constatar cómo se espolean los insultos y las descalificaciones a lo grande desde la misma presidencia parlamentaria. Una persona, cualquiera, en ejercicio de su cargo público, tendría que tener un mínimo de decoro, un mínimo de sentido institucional, un mínimo de respeto por el conjunto de la ciudadanía y, obviamente, por aquellos que, entre otros, la hicieron presidenta con sus 33 votos.

Qué lejos está España de una democracia como la británica. Pero qué lejos también que estamos nosotros cuando un cargo público se puede permitir espolear este tipo de proclamas

Ahora imaginemos, ni que sea por un instante, qué diríamos si la presidenta de la Comunidad de Madrid hiciera un comentario parecido respecto de, por ejemplo, Pedro Sánchez, y afirmara: "Qué oportunidad lamentablemente perdida, la de haber podido hacer presidente del Gobierno de España a Pablo Casado, en vez de votar a esta pandilla de lacayos sin vergüenza ni dignidad".

La grosería no tendría que formar parte de nuestra vida política. Y los que están obligados a dar ejemplo (por ejercicio de su cargo y sueldo público) es intolerable que mantengan este tipo de actitudes públicas y que estas tomen carta de naturaleza.

¿Qué tipo de sociedad proyectamos y qué tipo de sociedad queremos construir? Qué lejos está España de una democracia como la británica. Pero qué lejos también que estamos nosotros cuando un cargo público se puede permitir espolear este tipo de proclamas. ¿Qué sentido de la democracia, de la convivencia y del respeto proyectamos así?

Más allá de la cuestión ética, hay qué tipo de independentismo proyectamos. ¿A quién puede seducir que no sea a aquel que de tanto que ama el país parece obstinado a asfixiarlo? ¿A qué intereses puede servir este modus operandi? ¿Por qué aquello que parece obvio es que esta continua radicalización en las formas y el fondo no sólo no suman nada sino que restan? Y es más, condenan el independentismo a ser rehén de una minoría crispada que empuja hacia el extremo y que no aporta nada que no sea ruido y una gesticulación cada vez más nociva. Ojalá que recapacite y cambie estas dinámicas. Ni que sea en un ejercicio de humildad.