Pere Aragonès será el próximo president republicano de la Generalitat de Catalunya después de Lluís Companys, desde hace más de 80 años. No ha sido fácil, ni se lo pondrán fácil. El Parlament amenaza con ser un Vietnam si persisten las actitudes que hemos visto desde el minuto cero, con Laura Borràs y Albert Batet en modo oposición.

El peor detractor de Aragonès no será Salvador Illa, que ha hecho un muy mal negocio. Dejar de ser ministro para competir con Vox en el gallinero del Parlament de Catalunya.

Los adversarios más feroces están en las filas de aquellos con quienes Aragonès ha pactado la investidura. Un pacto, por otra parte, en el que Aragonès ha priorizado la estrategia y Jordi Sànchez las cuotas de poder autonómicas. Es una paradoja, porque es justo lo contrario de todo lo que han presumido en este espacio heterodoxo en la composición y ortodoxo en la práctica, en permanente refundación.

Los 90 días de infructuosa negociación parecían encaminarnos a unas nuevas elecciones. Si ERC no llega a anunciar la disposición de gobernar en solitario, tomando la palabra de Sànchez, todavía estaríamos en ese punto. Y cada minuto más cerca del abismo electoral.

El acuerdo previo entre ERC y la CUP, y después con la rúbrica de Junts, tiene que garantizar una legislatura con el centro de gravedad a la izquierda, que también tendrá que ser aceptado por los sectores más neoliberales de los nacionalistas catalanes

Jordi Sànchez ha obtenido sustanciales réditos de la administración autonómica. Como con anterioridad los ha obtenido Laura Borràs con la presidencia del Parlament y todo lo que comporta. La diferencia es que Sànchez ha actuado en clave de colectividad (genéricamente, el mundo de Junts) y Borràs en clave de su entorno más estricto.

Sànchez quería evitar las elecciones. Borràs parecía buscarlas con frenesí. Sànchez contaba con una ventaja en esta negociación y es que Pere Aragonès priorizaba por encima de todo evitar una nueva convocatoria electoral. No porque los números no acompañaran ―el más perjudicado era Junts de lejos― sino porque temía un ascenso del PSOE y una bajada del apoyo electoral del independentismo.

Sea como sea, el acuerdo previo entre ERC y la CUP, y después con la rúbrica de Junts, tiene que garantizar una legislatura con el centro de gravedad a la izquierda, que también tendrá que ser aceptado por los sectores más neoliberales de los nacionalistas catalanes.

Un Govern que se ponga manos a la obra inmediatamente, con urgencia, y con el reto de hacer frente a la emergencia social y económica. Un Govern de izquierdas que apueste por el diálogo y que aparte a los que se pican el pecho mientras enarbolan la estelada, calificando a quien no piensa como ellos de traidores y botiflers.

Una nueva Generalitat republicana que goce de solidez y que sea capaz de tejer los acuerdos necesarios para dar respuesta a las prioridades urgentes: la renta básica universal; garantizar el derecho de la vivienda; proteger y fortalecer los servicios públicos; hacer frente a la emergencia climática y sacar adelante una agenda donde predomine la autodeterminación, la amnistía y que sea capaz de construir un nuevo embate democrático.

Una Generalitat de Catalunya republicana, de izquierdas, transformadora y que haga realidad la revolución social, feminista, verde y democrática.