Ahora que los líderes esquerrovergentes abrazan la honestidad y confiesan que la independencia no llegará pasado mañana ni en 2023 (que es otra forma de decir que ellos no osarán nunca correr el riesgo de aplicarla) y, en definitiva, ahora que el país va reconciliándose lentamente con el principio de realidad, sería hora de seguir cantándonos las certezas más simples y afirmar que Rodalies nos enterrará a todos. Aunque nos pese, las inclemencias y retrasos de los trenes en Catalunya no se solucionarán nunca. Se dice que es un problema de recursos —como si mantener una catenaria entera fuera parecido a encontrar la vacuna del Alzheimer— y otros afirman que el drama de Renfe responde a una problemática competencial (es falso; los trenes han funcionado mal incluso cuando el nacionalismo convergente era determinante en Madrit). Mandangas: Rodalies nos sobrevivirá por los siglos.

La ocupación del país resulta tan fácil y agradable a nuestros enemigos que incluso pueden permitirse embutir a sus fieles votantes del área metropolitana en unos vagones tronados e incluso hacerles llegar dos horas tarde al trabajo. Saben que el orgullo del Baix sirve para que los cantantes del extrarradio se quieran reivindicar como cultura catalana de pro, pero que esta misma gallardía siempre acabará convertida en humo a la hora de reivindicar mejores infraestructuras para mover el esqueleto. Paralelamente, los colaboracionistas catalanes como Ada Colau están mucho más interesados en que los alrededores de Sants tengan jardines inclusivos y plurisexuales que en eliminar la mayoría de semáforos absurdos que embuten la entrada en coche a la estación. Digámoslo claro; ni puto dios hará esfuerzos para mejorar un transporte que no cambia sustancialmente ninguna opción de voto.

La mejora de los trenes será tan exitosa como la mesa de diálogo, como el catalán en el Parlamento Europeo y en Netflix, como los mejores sistemas de financiación de la historia, y, en definitiva, como cualquier pamema que provenga del estado colonial y sus virreyes catalanes

El lunes pasado pude comprobar como a los usuarios del raíl nos hacían bajar en la estación de Sant Andreu para dirigirnos como rebaños al metro del mismo barrio. Vivir como autónomo tiene escasísimas ventajas y pude hacer el recorrido lejos de la hora punta (antes, había intentado hacer algo tan sencillo como consultar los horarios en la red, y en la página web de Renfe nadie consideró oportuno informar de los cambios de destino al llegar a Barcelona; a su vez, comprar un billete de media distancia vía internet todavía es una quimera tecnológica), pero sin embargo comprobé cómo el servicio de información de la compañía se limitaba a cuatro chavales que intentaban indicar la dirección de los trenes con un chaleco naranja, ante la incredulidad de la mayoría de turistas del primer mundo. No me puedo ni imaginar cómo debió ser la procesión a las ocho de la mañana.

Desde hace tiempo, el Estado (y la Generalitat) conocen perfectamente el número de viajantes en tren y autobús que se precipitan diariamente a Barcelona, y no obstante otorgan las concesiones a unas empresas que saben que son del todo incapaces para poder ofrecer tales servicios. La gente de Mataró ha vivido lustros rezando para tener una plaza en el bus o disponiendo de una de pie, y porque la Virgen María es catalana que no han pasado más desgracias en la autovía. Todo el mundo conoce la carencia de servicios, pero a estas alturas ya podemos afirmar que nadie tendrá la valentía de decir que las infraestructuras de transporte serán insostenibles. Tampoco los plazos de las obras en la Sagrera se cumplirán; sólo hacía falta entrar en tren hace días para ver como en toda la superficie de construcción se encuentran cuatro o cinco obreros desgarbados. Eso no cambiará, gobierne quien gobierne, mande quien mande, se haga lo que se haga.

La mejora de los trenes será tan exitosa como la mesa de diálogo, como el catalán en el Parlamento Europeo y en Netflix, como los mejores sistemas de financiación de la historia, y, en definitiva, como cualquier pamema que provenga del estado colonial y sus virreyes catalanes. Primero digiramos el principio de realidad, y después ya continuaremos con la revolución.